Thomas Bernhard


Thomas Bernhard
MAESTROS ANTIGUOS
Traducción: Miguel Sáenz
Alianza

GENTE QUE PASA


GENTE QUE PASA

          Yesterday nació en el Algarve. Paul McCartney se alojó cerca de Albufeira, en visita breve, en un hotel entre el bosque y la playa, donde te cuentan que vino de cenar y, antes de subir a su cuarto, vio que actuaba en el bar un grupo local. Tardó un minuto en integrarse, tocar el piano, la guitarra, el bajo y hasta la batería, concierto que duró hasta el alba ante los atónitos músicos, a los que les regaló una canción hecha allí mismo, sin más. Al día siguiente, de camino al aeropuerto de Faro, trazó los compases de Yesterday, quizás lo más bello que se hizo el siglo pasado. Luego fue Daniel Baremboin el que impartió clases magistrales que reunieron en la misma costa a músicos de todo el mundo y, para completar el cartel, contó el Algarve con la presencia de Bernardo Bertolucci para dar una charla sobre el cine como arte, no como parida subvencionada. Vino por un día y se quedó cuatro, lo que supuso poder disfrutar de su palabra y de su magisterio.
          Ahora, sin salir del Algarve, se ha desarrollado un Curso de Cine con análisis y coloquios. El primer día se visionó Hannibal, película homónima de la novela de Thomas Harris, que aborda sin tapujos la doble cara de esa moneda que es el ser humano. Repito la impresión que me produjo su estreno: Ridley Scott bordó una obra de arte contando con Hopkins, Moore, Oldman y un elenco de leyenda.
          De las opiniones surgidas en la sala podrían salir otras películas partiendo del modelo. Y es porque retrata la esencia humana desde el doble ángulo del bien y del mal. Se valora unánimemente la secuencia florentina en el Palazzo de la Signoría con la muerte del agente Pazzi. El ponente la trae tan desmenuzada por planos que los asistentes compartimos su discurso como si manejáramos una lupa.
          Un realizador francés aborda la película desde lo que es el  montaje, en el que el Director ha optado por hacerlo lineal, a un ritmo preciso, sin ser ese vendaval que la tecnología propicia y al que el automatismo le restaría la esencia del encanto creativo. En Hannibal se ajusta el tiempo a la emoción, a la sensación, a la sugerencia, al hilo narrativo con mano de orfebre. Valora la búsqueda del ámbar y pone como ejemplo clave la secuencia a la que dan vida el agente con los sesos al aire, Hannibal y Starling, el reloj que mide los minutos que restan para huir y los coches policiales avanzando en off hacia la casa, todo envuelto en la música ofrecida por Zimmer, que tanto recuerda a Bach, Mahler, Strauss II o Mozart, en especial en Laudate Dominum (K 321) Vide Cor meun en la banda sonora.
          Un cámara inglés habla de la iluminación que divide la obra en dos partes: la primera, a base de luces planas y directas, cuando Starling y los agentes intentan detener en el mercado a la delincuente; y la segunda, en la que se atenúan los brillos para concentrar la acción íntimista en el descubrimiento de Hannibal a partir de su enigmático gesto en el retrato del panel. Como maestría de lenguaje califica este aspecto del film.
          Además de la técnica, estuvo presente un criterio que demostró que hay obras nacidas para la Historia y otras destinadas al olvido tras el rótulo final. Y es que el criterio mueve más que el dinero, y queda como cultura, que parece poco.


© Manuel Garrido Palacios

Pearl S. Buck


LA BUENA TIERRA
Pearl S. Buck
Pearl S. Buck

La primera novela que leí cuando era un crío, de portada a colofón, fue La buena tierra, de Pearl S. Buck. No voy a repetir aquí lo que viene en cualquier manual, que la autora nació en Hillsboro, Virginia (USA) en 1892, y que aún sin romper a hablar, sólo con meses de vida, sus padres –él, misionero presbiteriano– se trasladaron a vivir a China, en concreto a Zhenjiang, Jiangsu, lo que motivó que Pearl aprendiera el idioma de su tierra de acogida antes que el de su país de cuna. Tampoco me extenderé sobre su carrera literaria, que fue premiada con el Nobel y el Pulitzer, porque son datos archisabidos, que diría Quevedo. Sólo diré que el ejemplar que me regaló una gran Maestra, de nombre Margarita, venía en rústica y en formato de bolsillo, libro que aún conservo, por cierto. Luis de Caralt publicó el segundo libro suyo que cayó en mis manos: Viento del Este. Viento del Oeste, y luego llegaron Asia, La madre, La estirpe del dragón, Peonía, El pez dragón, La gran aventura, etc. La buena tierra fue traducida al lenguaje cinematográfico por Sidney Franklin, y su estreno en 1937, con Paul Muni, Walter Connolly y Luise Rainer en los papeles centrales, aunque mereció más, mucho más, sólo obtuvo un Oscar a la Mejor Actriz y otro a la Fotografía: inolvidable en escenas como la invasión de las langostas. Al ser el primer libro que me abría sus puertas para que me internara en sus páginas, significó para mí un despertar a la literatura tras una serie de textos dejados a medio leer, aparte de los que establecían las disciplinas de la escuela.
La buena tierra es la historia de Wang Lung y su familia. Él hereda una tierra de sus antepasados, la labra, la sufre, la goza y todo gira alrededor de ese predio en el marco de la China precomunista. En el escenario propuesto a ras de suelo, pura tierra, Wang Lung, hombre prudente, sabe que aquello es su origen y su futuro, y se afana en el presente de su juventud en trabajar lo que el Destino ha puesto a su alcance hasta conseguir una notable prosperidad que le permitirá con el tiempo contratar a otros para que le trabajen a él. Como una sombra permanente y respetada está la figura de su padre, que antes hizo lo mismo y trazó el camino, como referente, de la unión familiar y de la transmisión de una cultura de supervivencia venida de lejos, básica, suficiente. Mi personaje favorito entonces, al igual que ahora en la relectura, es O-Lan, la primera mujer de Lung, al que tanto ayudó en los peores momentos de penuria que asomaron; mujer que con el matrimonio se libera de su condición de esclava. Loto es la segunda esposa, descrita por Pearl S. Buck como una belleza que cautivó a Lung. Hay una tercera: Cukoo, la amante que calcula y media en los tratos y conflictos que se generan, y una cuarta: Flor de Peral, esclava de la casa, hacia la que Lung también se siente fuertemente atraído. La familia se completa con varios hijos: Nung En, primogénito, que no querrá aprender a manejar la tierra, sino a leer y a escribir, como su hermano Nung Wen, que entrará en los secretos del comercio y administrará la hacienda. Luego nacerá una hija en la peor época de hambre, que no tendrá un desarrollo como sus hermanos y permanecerá al calor familiar sin otro horizonte. Le seguirán un niño y una niña, mellizos. La niña se casará con un pudiente y el hijo se hará soldado contraviniendo el deseo del padre, que lo quería sin formación alguna para que se dedicara a continuar con la labranza de la tierra como una tradición. En el coro de personajes no faltarán un tío de Lung, que utilizará el buen nombre de su sobrino para llevar a cabo acciones turbias, y su hijo, seguidor del modelo paterno.
La historia en sí, el dibujo de cada personaje, sus relaciones, sus grandezas y sus miserias, todo universalizado, elevado de la anécdota localista a rango de categoría, tienen en la obra un encanto difícil de conseguir en una narración; encanto tan denso en su fondo, tan alado en su forma, tan de tallarse en ‘los canalillos de la memoria’, como diría Tasio, que al releerla he tenido la sensación de haber seguido en todo momento por la página que había dejado señalada ayer mismo, y no hace décadas.
Recuerdo hoy esta hermosa novela por varias razones: 1ª, porque he vuelto a leerla al estar fijada como libro-eje de unas jornadas literarias a las que he asistido; 2ª, porque, al hilo de las sabias palabras de un viejo maestro, siempre es preferible leer una buena obra dos veces que una mala una sola; y 3ª porque, simplemente, me ha apetecido leerla quizás como disimulado homenaje de respeto a esa primera vez que se abre un libro de los que te marcan un camino del que ya nunca puedes desviarte.

© Manuel Garrido Palacios