DORA MAAR


DORA MAAR
PRISIONERA DE LA MIRADA
Por Alicia Dujovne
Vaso Roto Ediciones


Dora Maar, musa de Man Ray, compañera de Louis Chavance y de Georges Bataille, amante de Picasso, termina convirtiéndose en «la mujer que llora». Se descubre en esta biografía como una esteta, una artista cuya obsesión reside en su mirada, pasando a ser Mira-Dora. Alicia Dujovne (Buenos Aires, 1940) describe una época y nos invita a recorrerla junto a sus estrellas del arte de vanguardia, con el pretexto de conocer a una mujer icónica, de la que desvela detalles de una personalidad sensible, misteriosa. Dujovne nos conduce, a través de los hechos, las relaciones y la psicología, a las razones que determinaron el doble encierro de Dora Maar: el terrenal, en el manicomio de Sainte-Anne de París, y el espiritual, en un misticismo solitario que se prolonga hasta su muerte en 1997.

GIOCONDA

 Gioconda. Monna Lisa. Madonna Elisa

(1503-8)
Óleo sobre tabla de álamo (77 x 53)
Leonardo da Vinci
Louvre. Paris

De mirada socarrona de parisina sentada en un café de los grandes bulevares, ve la vida que pasa y se deja ver por los que pasan por la vida. Estaba junto al cuadro de Las Bodas de Caná, de Paolo Veronese, la cambiaron de sala para introducir medidas de seguridad y ya regresó a su sitio. Ella sola se basta para atraernos esté donde esté, no en balde es la dama más observada, más retratada de la Historia: hace siglos, una vez ante el maestro; hoy, miles de veces al día. Puede que Leonardo le imprimiera ese gesto que conmueve pensando en la de ojos altivos que la mirarían, en la de figuras alzadas que querrían acceder a su altura, en la de perfiles aderezados ante el espejo para llamar su atención, en la de asombros que provocaría su rostro intentando descubrir el gran secreto de su sonrisa insinuada. Hay quien cree que Leonardo se oculta tras ella y que parte de la pintura utilizada se mezcló -¿casualmente?- con su propia sangre por un leve percance en el estudio, lo que pone a caminar la imaginación hasta el punto de pensar que Gioconda está allí viva, y que sale cuando el Louvre cierra sus puertas para deambular a sus anchas por las galerías, y que tiene sus charlas con los personajes de otros cuadros, y que se asoma a los enormes ventanales por los que se ve París desde todos los ángulos. Hasta se puede precisar que permanece más rato por la fachada que da al Sena que cuando mira hacia las Tullerías o Rívoli...Vaya usted a saber. Lo cierto es que de noche se escuchan pasos en la inmensidad del Museo; energías que no detectan las alarmas, pero sí la mente sensible. A menudo suben los bedeles porque sienten una música de salón, o el paso de un ejército que va a vencer o que vuelve derrotado, o el recuento de monedas, o el peso de la avaricia, o el vuelo susurrante de la Victoria de Samotracia, o el siseo de la Venus pidiendo prudencia. Uno de los fenómenos más bellos es el del Escriba Sentado, que se afana cada madrugada en colmar de signos un papiro -crónica mística- para que al alba lo lleve en su pico una paloma a una biblioteca oculta de Alejandría, antesala del Paraíso, ese lugar en el que te prometen plaza si eres bueno en la vida. Sobre estos asuntos hay quien opina que son pura mentira de gente enamorada del Louvre. Suelen ser los expertos en verdades absolutas, graves señores que argumentan, después de meditar durante la “breve eternidad de un instante” (verso de Lara) que Gioconda no se puede mover del sitio en el que la han puesto porque, simplemente, ella no es más que una pintura. Los que no pertenecemos a este grupo de escogidos y vamos a nuestro aire, no sólo creemos que Gioconda sale y entra, sino que derrama ternura cuando se sonríe ante los que la miramos al ver el triste espectáculo de los conflictos humanos, conflictos que no discutimos hasta agotar todas las palabras, sino que somos capaces de llevarlos al maldito y repugnante campo de batalla. Para unos, su gesto no pasa de ser óleo sobre madera. Para otros, la misma dimensión del misterio. Cuando Marlon Brando fue al Louvre y se puso ante ella dijo: «Este sí que es un rostro impenetrable».
© Manuel Garrido Palacios