LAS PIPAS DE SHAKESPEARE

LAS PIPAS DE SHAKESPEARE 


Se han analizado las pipas de Shakespeare para detectar restillos de maría y otras hierbas. Es posible que con el hallazgo de indicios en las cazoletas se hayan dejado sin valorar las mordidas que presentan las cañas de dichas pipas, dentelladas del creador en su lucha por hallar el verbo justo con el que rozar la niebla del amor y de la muerte. Uno se pregunta si el trabajo de estos buceadores de la ciencia ha estado dirigido a profundizar en los efectos de ciertas sustancias en la especie, o han querido demostrar que Sir William le debía alguna inspiración a los humos, o han pretendido llegar a la linde con lo divino rastreando la clave del origen del genio. Existen ya experiencias místicas demostradas (léase El camino a Eleusis); científicas (ahí anda la farmacopea); y, por duro que sea, destructivas (ahí está la calle). Vinculan el Soneto 56, cuyos primeros versos son: 

Dulce amor, renueva tu fuerza; que no se diga
que tu filo sea menos agudo que ese apetito
que, por hoy, al ser alimentado se ha aplacado,
pero mañana se agudizará en su habitual vigor... 
con los restos rastreados en las pipas. Versos que, por supuesto, admiten ésta y otras interpretaciones, sin que ninguna sea la cierta porque todas pueden serlo. Quietos ante la duda. Hay que convenir que el misterio de la creación no se solventa con una “jalada”, porque entonces, hasta los genios oficiales lo tendrían fácil. En el Reino Unido puede haber millones de consumidores, pero ninguno escribe como Shakespeare, por mucha humareda que inunde su estudio o más carreras que dé por los pasillos del poder. Viene a cuento lo que dijo un poeta de mesa camilla familiar a un gavilán de los de camino avante: «Yo quiero tener las tardes libres para escribir como usted». Mal entendida está la creación si se toma como cosa de fumar o de tardes de asueto en las que no tienes que ir a ningún recado. En cualquier caso, el misterio del creador queda intacto, misterio quizás flanqueado por la sonrisa cómplice divina al ver cómo los humanos creen llegar al corazón de los versos, o sea, por cómo fueron escritos, cuando el corazón sólo sabe, sencillamente, que fueron escritos: «¿Quién vende la eternidad para conseguir un juguete?» dice Shakespeare, que también ignora de dónde le llega la savia creadora, y es por lo que al mirarse al espejo del mundo se ve:

como el rico cuya bendita llave
puede llevarlo hacia su dulce tesoro guardado.
William Shakespeare, parejo en fechas cruciales con Miguel de Cervantes, (23 de abril de 1564) escribe en la losa que lo cubre:

Buen amigo, por Jesús abstente
de cavar el polvo encerrado aquí:
bendito sea el hombre que respete estas piedras
y maldito el que remueva mis huesos.


© Manuel Garrido Palacios