BRUJAS

 
BRUJAS
(A orillas del río Zwyn)

La ciudad de Brujas no se llama así porque la habitaran personas dadas a lo oculto más que en otro sitio, sino por un pontón que permitía pasar del barco a tierra sin necesidad de mojarse. El término flamenco brugge (francés bruges; noruego bryggia) significa ‘puente para desembarcar’, y de pronunciarlo macarrónicamente quedó en la lengua de andar por casa en el misterioso nombre de Brujas, con toda su carga equívoca asentada con el paso de los años. Esta documentada visión me la cuenta una pasajera del bus que me lleva desde Lille a esta ciudad belga. Como me ve tomar notas le aclaro que igual escribo un artículo sobre esta conversación y que lo justo sería que lo firmáramos a medias; así que me dice su nombre agradeciendo el detalle: Catherina.
         Lo propio en esta ciudad de tres puertos, cuya Marktplatz parece un escenario para los cuentos de hadas, o de brujas, es que te ofrezcan comer mejillones con papas fritas como plato exquisito porque, tanto los unos (criados en el Mar del Norte), como las otras (maduradas en tierra húmeda), no conocen rivales en el mundo y alrededores, en opinión de Piero, que dirige un restaurante en la Vlamingstraat.
         Dispuesto a probar tamaño tesoro, antes tropiezo en una calle aledaña con un local cuyo dueño es de Cádiz: ‘de Cai’, me corrige, el cual sigue llamando chiringuito a su negocio por muy en Europa que esté, y que luce en su menú, aparte de los mejillones, la jugosa tortilla hecha con un par de huevos y las mismas papas, manjar a cualquier hora y más si llevas tiempo sin hincarle el diente a algo. Juan de Cádiz, que asegura q ue ‘la tortilla de papas es la revolución pendiente’, comparte con los anteriores informadores que tanto los mejillones como las papas son excelentes y que su fama está ganada a pulso, sin más publicidad que hacer que aparezcan en el menú. Le digo que las papas se acercan en su buenura a las de Fuenteheridos, en Huelva, cerca de su Cádiz, y él valora el mejillón como los de la costa gallega.
         Herbert resalta la ausencia de vehículos a motor en las calles de Brujas, capital de Flandes del oeste, llamada la Venecia del Norte, con ciento y pico mil habitantes, a orillas del río Zwyn, y señala la cantidad de bicicletas inofensivas que circulan, aparte de las calesas, que tienen preferencia en los cruces sobre los transeúntes. Si la mañana se presenta brumosa, como la de hoy, y se escuchan los cascos de los caballos caleseros por una vía desierta envuelta en niebla, te imaginas dentro de una historia fantástica -añade Ingeborg, su esposa-, que completa el cuadro indicando que, como postre, me queda probar el mejor chocolate del mundo. Vamos allá.
         En la Catedral de San Salvador ensaya un coro de ángeles con fondo de órgano. Una dama muy atenta, al ver mi estupor ante tanta belleza sonora en semejante marco arquitectónico, se ofrece a mostrarme el esplendor secreto de Brujas, Patrimonio de la Humanidad, ciudad que es un museo al aire libre con campanarios, beaterios, callejas, canales y una muralla medieval intacta que la abraza. Toda entera es un tesoro. Un entendido en estas cuestiones, que lee la prensa en un café, me sugiere que suba los ochenta y tres metros, es decir: los trescientos escalones de la torre de la Plaza Mayor, obra del siglo XIII, y que espere allí el concierto que darán sus cuarenta y siete campanas de bronce, y me advierte que no deje de admirar en la plaza Burg el formidable Ayuntamiento del siglo XIV, la Basílica de la Santa Sangre, el palacio de Brugse Vrije y el Prebostazgo. La camarera, que anda atenta con intención de sumar información, me dice que visite el Minnewater, o Lago del Amor, que era antiguamente un puerto interior y hoy un bello estanque, sin perderme el Beaterio de Benedictinas, de 1245, y cómo no, el Museo de la Cerveza, joya del buen catar, sin echar en olvido el Stedelijke Musea Brugge para contemplar pinturas maravillosas de Weyden, Acker, Memling, El Bosco o Van Eyck.
         Hay días especiales para todo; hoy lo es porque este artículo lo han ido escribiendo, sin saberlo, las voces de gente encontrada al paso, voces que son los ecos callejeros de tan hermosa ciudad. Después de los mejillones y la tortilla, ante un café y un rico chocolate, lo mío sólo ha sido poner en orden tanta palabra escuchada. Habrá que seguir mañana.

© Manuel Garrido Palacios
Imágenes MGP: Plaza Mayor y Van Eyck 

Lêdo Ivo

LA ALDEA DE SAL
Lêdo Ivo
Trad. G. Grande y J.C. Mestre
Ed. Calambur

“Una puerta cerrada no es suficiente para que un hombre / esconda su amor. También necesita una puerta abierta / para poder partir y perderse entre la multitud cuando ese amor estalle / como un barril de pólvora en el arsenal alcanzado por el rayo. / No basta un techo para que un hombre se proteja / del calor y de la tempestad. Para huir del relámpago, / cuando la lluvia cae en el silencio del mundo / abierto como una fruta entre dos estruendos, / él necesita un cuerpo tendido sobre la cama, / un cuerpo al alcance de su mano / todavía temerosa de avanzar en la oscuridad. / En la noche que declina, en el día que nace, / el hombre necesita de todo: del amor y del rayo”.
Lêdo Ivo (Alagoas, Brasil, 1924) publica en España su poemario La aldea de sal (en traducción de Guadalupe Grande y Juan Carlos Mestre para Calambur) al que pertenecen los versos de inicio. Los editores presentan al autor como poeta, narrador (Premio de novela Graça Aranha), cronista, ensayista (Premio Nacional de Ensayo) y uno de los máximos exponentes de la Generación del 45, movimiento clave en la vanguardia literaria en su país. La Academia Brasileña de las Letras le otorga el Premio Mario de Andrade a toda su obra, cuyo primer libro:Las imaginaciones (1944) ilumina ya un gozoso camino creativo; entre su veintena de títulos citan Ode e elegía, Estaçao central, Finisterra, Curral de Peixe Réquiem. 
Claro referente en las letras brasileñas, el poeta encaja su figura en su marco: “Mi patria no es la lengua portuguesa. / Ninguna lengua es una patria. / Mi patria es la tierra tierna y untuosa donde nací / y el viento que sopla en Maceió. / Son los cangrejos que corren en el lodo de los manglares / y el océano cuyas olas continúan mojando mis pies cuando sueño. / Mi patria son los murciélagos colgados de la techumbre de las iglesias carcomidas, / los locos que danzan al atardecer en el hospicio junto al mar, / y el cielo encorvado por las constelaciones. / Mi patria son las bocinas de los navios / y el faro en lo alto de la colina. / Mi patria es la mano del mendigo en la mañana radiante. / Son los astilleros podridos / y los cementerios marinos donde mis ancestros tuberculosos y palúdicos no paran de toser y temblar en la noches frías / y la fragancia del azúcar en los almacenes portuarios / y las tencas que se debaten en las redes de los pescadores / y las ristras de cebolla enroscadas en la tiniebla / y la lluvia que cae sobre los corrales de peces. / La lengua de que me valgo no es ni nunca ha sido mi patria. / Ninguna lengua engañosa es una patria. / Tan sólo sirve para que celebre mi gran y pobre patria muda, / mi patria disentérica y desdentada, sin gramática y sin diccionario, / mi patria sin lengua y sin palabras”.
          Trazar unas líneas anunciando el nacimiento de un libro ha de ser una transparencia. Los versos son los que han de hablar del autor, no otra voz: “Mi vida es como una ventana abierta sobre Asia. / Profeso lo imaginario y, en ese rito, / renazco para contemplar lo inexistente / que resplandece a la luz de mi trópico de agua / como esas islas ficticias que no se ciñen a las horas triviales de los navegantes, / tierras no nacidas, horizontes pensados. / Los países son hipótesis de secretos / que emergen y se hunden ante el asombro de la Tierra. / Inmóvil o caminando, veo siempre los polos / con sus rápidas lluvias y sus esfinges entre andamios, / y sobre todo, amigos míos, con esa atmósfera de última estación / que intriga a todos los que nacieron en el centro del mundo. / Más allá de mis párpados, donde el pensamiento es de sal / como si lo hubiera ungido una lágrima, / habrá un país claro y perfecto, de tan dulce perfil / como las piedras femeninas de la noche”.
 Grande y Mestre cierran: “He aquí al más joven de los ancianos poetas que habitan la aldea de sal. En una aldea de sal caben los sueños pendientes de ser soñados. Cabe la delicadeza y cabe la tempestad. Hay sitio para el reflejo de una moneda perdida y lugar para lo abundante e incierto del océano. No es Ulises, aunque se le parece; no es Noé, aunque recuerda al ebrio patriarca. Está ahí, aturdido por el ruido del universo y el engranaje de las galaxias. Es alto como una pequeña conversación oída por el dios que sostiene los cimientos podridos de las iglesias y los mástiles que todavía no tienen navío. Es Lêdo Ivo”.

© Manuel Garrido Palacios