CANTOS DE BODA PARA YVONNE
Junto a la
iglesia parisina de Saint Germain-des-Prés se colocan unas muchachas en
círculo, abren sus carpetas azules con papeles de música y comienzan a cantar
dulzuras. No consiguen hacer la pieza de corrido, sin parones ni reempiezos,
quizá por el poco ensayo, la improvisación, la timidez ante un auditorio
ambulante o vaya a saber; de continuo les aflora la duda en el arranque de las
estrofas, se meten en un laberinto, del laberinto al treinta y, en vez de
cantar, pueblan el ámbito parisino de un recital de risas a puro nervio. A pie
de coro han puesto una cesta de mimbre con un cartel: «Cantamos para ayudar a Yvonne
en su boda civil y en su luna de miel. Contribuya con su voluntad. Se lo
agradeceremos con canciones». Yvonne tiene las mejillas de manzana madura y se
adorna como vestal camino de su templo. Está serena, aunque no se cree del todo
esta seria jocosería que sus amigas le han dedicado en pleno Boulevard St.
Germain, cosa que la fuerza a taparse la cara para no ser testigo de algo que
ni había imaginado. Pero al comprobar que hay transeúntes que frenan su paso,
echan monedas en el cesto y aplauden al término de cada canción, descubre su
rostro, alisa su pelo, toma aire y se suma a lo que se canta con el gesto
indescifrable de otra Gioconda. Toda mujer lleva una Gioconda dentro. Mientras
suenan las voces de las muchachas, una dama se acerca a Yvonne para contarle
cómo fue su boda, qué lugar visitó, en qué hotel estuvo, cómo se llamaba su
marido y en qué consistió el menú de la inolvidable cena. Un violinista y su
acompañante al pandero, que tocaban al lado, lejos de incomodarse por la
repentina competencia musical, se acercan, prueban tono y ritmo con ellas y se
unen sin más trámite al concierto vespertino de esta capital de la belleza:
Paris. Desde un autobús descubierto sale un grito de ánimo hacia la iniciativa
al tiempo que una docena de cámaras orientales se disparan para congelar el
suceso mientras los símbolos de la prisa ralentizan su marcha y acallan sus
bocinas para no romper tan delicado instante. Por completar el cuadro pintado
con palabras, dos gendarmes que hacen la ronda leen el cartel, sonríen a las
cantoras y uno deja caer una moneda suavemente para que el leve ruido que
produzca no empañe la melodía que flota en honor del proyecto de vida de Yvonne,
cuyo eco camina hacia el Sena y lo cruza por el puente Sully antes de perderse.
De los cafés cercanos llega, no un amase de voces y de vasos, sino un escueto
silencio para dejar aire a las sutilezas de una canción de amor cantada por
mujeres. Nada es comparable a lo que sugiere una canción de amor cantada por
mujeres. Las hojas de los gigantescos árboles caen doradas de sus ramas como
tributo que se suma. Dentro de la iglesia de Saint Germain-des-Prés ocurren
cosas divinas y trascendentes, como la celebración de una boda con órgano,
capas curales y todos los avíos religiosos. Fuera, el coro de muchachas pide
una ayuda para que una se case por lo civil. Por el Boulevard va y viene gente
al margen de las dos opciones, igual inmersos en una tercera, una cuarta, una
quinta. París tiene estas cosas.
© Manuel Garrido Palacios
© Manuel Garrido Palacios