Touches blanches, Touches noires

Universidad de Huelva · Campus de La Merced
25 noviembre 2015 · 7’30 de la tarde

Presentación de
TOUCHES BLANCHES, TOUCHES NOIRES
de
Manuel Garrido Palacios

publicada por Éditions Le Soupirail (Francia)
traducida del español por
Marie-Claire Durand Guiziou
y Jean-Marie Florès
Moderará el acto y leerá un mensaje de la
Academia Norteamericana de la Lengua Española
de Nueva York: Francisco José Martínez López
Presentará la obra: François-Luis Blanc
Abrirá el coloquio: Manuel Garrido Palacios

José Mora Romero


José Mora Romero
Un artista que pasó como el aire

Le pido a Juan Manuel Seisdedos que plasme en un pliego el perfil que recuerde de Don José Mora Romero, el guitarrista y pianista que tanto acompañó en su aventura a la gente que acudía al Bar Santafé. Juan me envía el dibujo y le añade: “Esta es la imagen que consigo hilvanar. Es curioso, pero en la nebulosa del recuerdo lo veo más claro. Lástima del cuadro que le hice tocando el piano y que borré porque no me gustó. Casi siempre iba embutido en su viejo abrigo gris; los ojos pequeños y claros…” 
Sumo al dibujo una foto de 1932 en la que aparece con su guitarra y ambas imágenes me llevan a componer un paisaje de hace décadas, cuyo eje era el viejo Bar de Boni, base del Grupo Santafé. Tesis se han hecho sobre lo que fue aquel fenómeno cultural; hasta hay quien se arrima ahora a ver si sale en la foto sepia; grato es apuntarse a lo bueno, cosa que le sobraba al sitio, como momentos malos, por lo que al tal se le podría cantar: “La noche del aguacero, / dime dónde te metiste, / que no te mojaste el pelo”. 
Allí se hablaba de pintura, poesía, música o de lo que cayera, siempre con la presencia de nuestro músico de cabecera, Don José Mora Romero, al que un día le dimos la alegría de tantear una guitarra eléctrica. Abrimos el estuche, la enchufamos y la pusimos en sus manos. Con recelo, la pulsó al aire, palpó los trastes, pellizcó las cuerdas y les arrancó un acorde pomposo que hizo del cuartucho en el que se jugaba al tute la Notre Dame sureña. Sonó con tal fuerza, que asustó a los gatos que tenían el tugurio por dormitorio, a los que ni los golpes del juego, ni los tacos, ni las broncas, ni los gritos para pedir tollos a Bartolo habían conseguido mover jamás. Don José, curioso con el invento, tocó una de sus preciosas gavotas en La menor, cerrando con un delicioso Para Elisa de Beethoven. No abrió el pico. Aquel sonido envolvente y pomposo lo había embrujado. Sólo al marcharse soltó por lo bajo: ‘Estos cabritos siempre tienen razón’. 
Los conciertos en vivo de Don José eran alimento musical para nosotros, sin reparar si su perfil respondía o no al músico que era y no era, que estaba y no estaba. Nos bastaba con sentirlo cerca. No se concibe el recuerdo del Santafé sin su estampa de pajarita y traje brillantón por codos y rodillas. ¿De qué época salía cuando iba a ocupar su rincón? Nos contaba cuando dio un concierto en Moscú y el Zar de turno mandó que tiraran la llave del estuche de la guitarra al río: ‘Para que esas cuerdas no vibren en otras manos’. O cuando un crítico escribió que Andrés Segovia era el marido de la guitarra, Sáinz de la Maza el amante, y él, el novio; uno la mantenía, otro la trataba a destiempo y él la mimaba. O cuando en un país (¿imaginario?: todo en el Santafé lo parecía) pidió que parasen el reloj del teatro para que su concierto se escuchara hasta en lo más mínimo y provocó que el lugar quedara sin hora durante años porque nadie quiso romper el encanto. O cuando venía andando desde San Juan ‘igual que un chiquillo de ágil’. Como su vestimenta no casaba con sus glorias, había clientes nuevos que lo confundían. Manolo el limpiabotas dejó su caja de cremas junto a Don José y un fuereño le dijo desde el mostrador: ‘¡Eh, abuelo!, saque brillo a mis zapatos’. Fue Troya; o peor; resultó duro deshacer de golpe aquel error del hombre, que se defendía: ‘Yo vi la caja al lado del vejete y creí que era el limpia’. 
Ciertas tardes le organizábamos conciertos en las casas. En la de Seisdedos había que cortar el ‘tic-tac’ del reloj de pared y evitar cualquier ruido: el del tráfico, aunque escaso, era difícil, como el del grifo abierto por tita Ana dejando caer su catarata en el fregadero, o el del aporreo del llamador, o el del arrastre del adoquín que aguantaba la puerta, o el del choque de la persiana en la pared. El corazón, había que parar el corazón porque su temple igual hacía que la guitarra gritara o que no se la oyera. Pero el concierto se daba. 
Un día nos avisaron del Hospital. Don José estaba en una cama bajo la luz azulada de la tarde. Fue un tiempo corto e infinito en el que no sacó a oreo sus fantasías. Nos miró y le vimos brillar una lágrima, la misma que inunda su memoria y viene a posarse en estas líneas. Lágrima frontera entre la vida y la muerte. Y ya no lo vimos más en el paisaje inacabado del Santafé, sentado en su rincón, allá en sus sueños. 

© Manuel Garrido Palacios