Julio Caro Baroja

LOS BAROJA
Julio Caro Baroja

Abro ‘Los Baroja’, libro que don Julio me regaló cuando fui a recogerle el prólogo para mi 'Alosno, palabra cantada', y leo: ‘¡Qué no se habrá dicho de mi tío en esos manuales o en estos artículos tremebundos de hombres con ideas enteras, es decir, con forma de tarugo! Se defendió él, como gato panza arriba, de tanto estúpido desparpajo. Pero, periódicamente, desde que empezó a escribir hasta después de la muerte, se nos sirve la caracterización monda y lironda por el melón de tumo. ¡Qué melonar! -decía Juan Ramón Jiménez refiriéndose a un grupo de hombres de su época, tenidos por selectos-. Yo, ahora, que no siento plaza de exquisito, como el poeta andaluz, me acojo a su recuerdo para repetir la frase, sin que me puedan reprochar que es de mi cosecha y por lo tanto vulgar y chabacana. Sí. Repito: ¡Qué melonar!’.
Abro el libro y leo las notas de su paso por pueblos de Huelva entre 1949 y 50. Dice: ‘No sé cómo hay antropólogos, etnólogos e historiadores que especulan, sin tasa, sobre el «arabismo andaluz». El poder de los tópicos hace que el hombre moderno, el especialista, no vea, ni oiga, ni compare... Yendo por la campiña hacia Huelva poco me acordaba yo de lo árabe. Sí de lo romano; veía las huellas de las planificaciones y urbanizaciones dieciochescas y barrocas, llenas de detalles graciosos, y aquellos campos primorosamente labrados, tan poco berberiscos, pero tan mediterráneos […] En [El Cerro de Andévalo] tuvimos la suerte de encontrar a un hombre admirable, el viejo alcalde don Domingo Márquez, y a tres hermanos, José, Inocente y Gonzalo Delgado, que nos brindaron una hospitalidad generosa. En don Domingo, que en aquella fecha andaría por los setenta años, encontramos un tesoro de tradiciones. Podía hablar de agricultura, de ganadería, de las industrias locales o de la lengua. Bailaba las folias con elegancia. En la trastienda de los hermanos se organizó un pequeño festival de cante inolvidable, y cada uno me dio una versión propia del canto de la tierra. Primero, un joven flaco, aguileño, una versión virtuosa, erótica y sentimental en esencia. Después, un aldeano, rubicundo y juanetudo, cantó de modo dionisíaco y casi burlesco. Después, el alcalde, con poca voz, con una especie de irónica amabilidad dieciochesca. El mayor de los hermanos con más sentido literario, a lo culto. Canciones de mina, de trilla, burlonas, fandangos de los quintos […] La provincia de Huelva era aún un tesoro desconocido, y El Cerro, uno de los pueblos más curiosos de toda Andalucía. Las casas, el mobiliario, los trajes y joyas conservados. Quisiera volver otra vez a El Cerro, para adentrarme más en lo que quede, si es que queda algo, de lo que entrevi. Algo castellano-leonés de un lado, de influjo portugués de otro, muy específicamente de lo andaluz que parece que pasó a América en época colonial. La visita a El Alosno y a La Puebla de Guzmán: otros dos pueblos de los que siempre me acordaré por motivos parecidos y a los que volvimos Foster y yo en primavera. Cada uno, con ser vecinos, tienen una fisonomía distinta. La de El Cerro, más severa; más serrana la de La Puebla, más andaluza de llano la de El Alosno. Aquí tuvimos la suerte de entablar relación con un joven, Manuel Lisardo Bowie, con su madre y su hermana. No puede imaginarse familia andaluza más típica. Sin embargo, la madre, ya anciana, doña Margarita Bowie, era hija de escocés empleado en las minas próximas. No he conocido en mi vida una mujer más despierta para responder a un cuestionario folklórico v que supiera más detalles de los usos, creencias y costumbres de su tierra. Era una especie de doña Cecilia Böhl de Faber en potencia, y a mí lo que me hacía reflexionar más, precisamente, era la similitud de las dos en ser hijas de nórdicos y en tener una conciencia andaluza tan extremada. Porque a doña Margarita se veía que su mundo le encantaba y que por el de sus antepasados nórdicos no tenía curiosidad. Volvimos a ver a la anciana en plena actividad con motivo de la fiesta de la Cruz de Mayo y entonces me dictó fórmulas de medicina popular, de creencias y usos’.
Eso, abro el libro ‘Los Baroja’ y me recreo en un viaje que parece imaginario por el rancio aroma que destila Andévalo, tierra que amo y que tanto me ha dado.

© Manuel Garrido Palacios