EL ABANDONARIO

EL ABANDONARIO
Manuel Garrido Palacios
Calima Ed. Mallorca
Portada: Óleo de Seisdedos 


Manuel Garrido Palacios, poeta de las cosas profundas, viene con su última obra. la novela originalísima: 'El abandonario', (Ed. Calima. Palma de Mallorca). Como en los anteriores libros de este prolífico autor, en esta obra se encierra la esencia de muchas cosas. En realidad la esencia de lo popular en estado puro, sin populismo ni culteranismo. Una larga galería de personajes singulares, extraídos desde su propio ambiente, como el lenguaje, modos y maneras que les hacen ser fieles a sí mismos. Arquetipos entrañables que, desgraciadamente, ya parecen piezas invalorables de un museo etnográfico. Este libro está escrito con el corazón de un agudísimo observador que conserva, desde mucho tiempo atrás, el noble lirismo de un poeta vocacional. Fue en esta primera faceta literaria cuando conocí a Garrido Palacios y ambos compartimos tareas dentro del mundo artístico de la Huelva de entonces. Es de agradecer a Garrido Palacios la dedicación y el esfuerzo continuado que realiza para documentar las investigaciones antropológicas e históricas que le permiten llevar a sus libros el dominio del tema a tratar, con un innegable valor científico. Creemos sinceramente que su ardua labor cinematográfica, con documentales como 'Raíces' o 'La duna móvil', ha cincelado a 'fuego' su temperamento y su postura vocacional. Ello le llevó a ser considerado como discípulo destacado de la ingente obra de Julio Caro Baroja quien, personalmente, le diera a Garrido Palacios el espaldarazo de su amistad y reconocimiento.

© José Manuel de Lara



El Abandonario es una bella novela, construida a partir de la rica y dilatada experiencia antropológica y cinematográfica del autor, que se manifiesta, respectivamente, en el profundo y vivido conocimiento de costumbres, rituales, lenguaje, mitos populares y en la plasticidad de imágenes, o en muchos de los recursos narrativos empleados.
Resuenan, como en otras obras de Garrido Palacios, los ecos de Rulfo, con su concisiòn densa y expresiva, con ese uso siempre pertinente y significativo del lenguaje que caracteriza a la breve pero intensa obra del narrador mexicano; la presencia protagónica del espacio que ahoga a los vivos y sòlo pueden vivir los muertos: en Herrumbre, Abandonario, la única voz viva es la de un muerto. Pero también esa voz rememora, casi como un actuario de la realidad viva del pueblo muerto, en un decir que evoca al mejor Delibes, personajes, pesares, tragedias, suicidios... el latido de una vida condenada a la desaparición.
El Abandonario es también el símbolo de la desaparición de una forma de ser y de vivir que nuestro tiempo condenada al silencio. La galería de personajes muertos que viven solo en el recuerdo de ese lugar es rica, variada, aunque a todos ellos los envuelve el duro destino de una tierra desolada y de hambre.
Los planos fantásticos y reales se entrelazan en un universo mágico, en una dialéctica en la que las creencias y la razón riñen de continuo; en la que el espacio ahoga por esta soledad que todo lo abraza para hacerlo de su propia sustancia; y en la que el muerto cuenta las historias del pueblo para no sentir que desaparecieron del todo. Es el sentido de la narraciòn del protagonista, pero ademas del propio autor: Mi voz callada es el cauce de sus voces sin eco, voces que conforman este silencio....; no esta bien que me pregunten en el màs allà por la gente de Herrumbre sin haber puesto un poco de orden en los hechos (p. 45). Pero en el fondo, este discurso de muerte es una exaltaciòn de la vida y ademàs, una advertencia pare los vivos.
En síntesis, una forma nueva y antigua a la vez de narrar, en la que el lenguaje inmediato a los latidos más viejos del pueblo recobra una inusitada vitalidad.

© Marisa Regueiro



No es verdad, claro, pero he visto el retrato de Manuel Garrido Palacios en un libro de texto de dentro de muchos años. Despeinado a lo escéptico, colgado de unas gafas de pequeños cristales que no necesita (porque no es con los ojos con lo que él mira), compartía página con don Antonio y don Julio, sin apellidos, en un descolorido Manual de Etnografía para desocupados que alguien subrayó alguna vez y en cuyo margen se apretaba el siguiente pie de foto o uno parecido: ‘Nacido en Huelva y fallecido en una isla del Pacífico en una fecha aún por dilucidar, vio, escuchó y escribió cuanto pudo. Habló más. Fue poeta, novelista y director de cine; hizo ensayo y televisión (la de entonces, la anterior al derribo), contó cuentos y verdades, amó las cosas y tuvo simpatía por lo humano. Publicó veinte, treinta libros, todos buenos. Resistió a la envidia, a la vanidad, a la estupidez, a la política. Dijo lo que quiso. Con palabras e imágenes construyó un mundo y ayudó a bien morir a otro. Perduró. Nunca se supo de dónde sacaba el tiempo’. A mí me ha dicho que se levanta muy temprano y, lo que es peor, que disfruta con la comparación. Mientras el universo nace y llora, desperezándose, Garrido Palacios se sienta en su mesa y, palabra a palabra, sin discursos ni aspavientos, da sentido a su carga de experiencia diaria: matutino fiat lux por el que, mágicamente, se ensamblan de pronto las voces y los ecos, las luces y las penumbras de muchas historias oídas por el camino, contadas, cantadas por gentes que ya no están, pero que nos parieron como somos. De él puedo decir, como se dijo de otro, que 'Adoró el ingenio, admiró las obras y la dedicación continua y virtuosa'. Andar y mirar: ésa ha sido, es, su dedicación continua, su virtud. Probablemente la vida auténtica, la sencilla, consista sólo en eso de andar y mirar, contándolo a los hijos. Cuánto siento no haber estado con él mientras andaba las veredas como un tomasillo, como una santateresa sin conventos, parándose a escuchar, girándose a saludar, sentándose a anotar o a registrar, según el momento, los perfiles de unas horas que, como decía Peter Laslett en un libro que ahora no viene al caso, componen ese mundo que hemos perdido, que acabamos de perder. No recuerdo qué mala lengua dijo que le hubiera gustado ver qué hacía Charles L. Dodgson, es decir, Lewis Carroll, en aquellas maravillosas meriendas campestres, con té y barcas, en las que éste hablaba y retrataba a Alice Liddell y a sus dos hermanas. Lo que me hubiera gustado a mí es estar en las expediciones de Manolo Garrido Palacios por las cocinas y corrales de las aldeas de la sierra, con el alma afilada para pillar el gesto y reconocer los acentos, que vienen volando desde los nidos de antaño. Garrido Palacios lo ha dicho: 'se me están muriendo los viejos; a veces llego un día tarde'. No es poca ni mala responsabilidad la de ser testigo de la agonía de ese mundo complejo de romances y cacharros que la televisión ha derribado de un manotazo impúdico.
Conozco pocos casos como el de Garrido Palacios de tanta velocidad mental. Habla y escribe sin dolor, como un parto de cuadrúpedo, invocando rapidisímamente con insultante naturalidad la expresión exacta para cada instante, la metáfora justa, el adjetivo completo, la ironía espléndida que es capaz de desmontar de un plumazo de ave toda la palabrería convencional. Alguien tendría que contar los megahercios con los que trabaja su cerebro, y decírselo a Microsoft. Y, sin embargo, con el escepticismo que mana de su propia velocidad, con todo lo vivido, soñado y contado, qué sorprendente es la visión que depara esa cabeza llena de proyectos, semejante a una olla panzuda, mejor, un perol cuya agua hirviendo levanta la tapa de vez en cuando. Me llama por teléfono: ‘Se me ha ocurrido una idea...’, que siempre realiza. En curiosidad, tengo que decirlo, se me parece hoy a mi hija Julia, de seis meses de edad, que ve interesantes todas las cosas del mundo, que mañana comenzará la prodigiosa aventura de nombrarlas, y que hoy las pasea de los ojos a las manos y de las manos a la boca. Como individuo, como personaje, Garrido Palacios es incansable. No se le puede seguir. Yo creo que no se fatiga, o que lo disimula. Está en el centro de su vida, y no damos a basto de leerle y de envidiarle el nervio que va de su mente a su mano, por el atajo de su espina dorsal.
Con todo, para ser justos, hay que aclarar que su mejor cualidad aún no está dicha. Garrido Palacios no es, como otros, un ser de papel que anda en dos dimensiones por las calles y plazas de lo intelectual, de lo literario. Ya he escrito en alguna otra ocasión que sus obras se ahondan en una tercera dimensión: la del pozo fresco en el que se vivifica. Su prosa, tan honda a fuerza de ser ligera, tan difícilmente fácil, aspira el aire de los hombres no como unos pulmones, ni como una chimenea, ni como un acordeón, sino como el cántaro que respira a través de los poros de la arcilla. Eso es: arcilla. Pero la mejor cualidad de Garrido Palacios, digo, es la densidad. Manuel Garrido Palacios es un hombre denso. Ya se darán cuenta cuando lo vayan a incinerar. Por eso escribe tan bien los cuentos. Para escribir bien un cuento hay que resumir la vida en unas pocas páginas y, si se puede, en unas pocas líneas. Hay que ir a lo universal prescindiendo de nuestras tristezas cotidianas, de nuestra vocación de poetas anecdóticos. Cuando se lee a Perrault y se ve que en dos páginas cabe una vida entera, sin concesiones, sin explicaciones, sin justificaciones, se comprende en un momento por qué esos cuentos han sido universales, antes de que Disney los destrozara saturándolos de azúcar. En Perrault, el lobo se come a Caperucita y ya está. En Collodi, el trozo de madera habla y ya está. En Barrie, Peter Pan no crece y ya está. Nos pasamos la vida dando explicaciones, sacando a Caperucita una y otra vez de la barriga del lobo. Garrido Palacios no lo hace: ha vuelto a la antigua economía de palabras, a la misteriosa densidad del argumento. En las poco más de cien páginas de El abandonario, la vida, la muerte y la inmortalidad dialogan tan sabiamente las tres, tan de verdad las tres, que a mí me asusta la segunda parte que, como Cervantes con La Galatea, ha prometido ya Garrido Palacios varias veces. No vaya a ser que Victor Laszlo e Ilsa Lund desciendan del avión en marcha.
Yo creo, en fin, que, cuando el viento levante y arrastre las hojas, Manuel Garrido Palacios será uno de los poquísimos que quedarán. A él y a dos o tres más, probablemente no los que parece, les toca la tarea de representarnos para el futuro y decir quiénes fuimos y de qué nos quejábamos. Ha rescatado un mundo y ahora tiene que rescatar otro. Los días huyen y mañana es hoy. Por ello estoy pensando que, en realidad, Garrido Palacios no está vivo, ni con nosotros. Es un personaje cuyo retrato está ya en los libros de texto de dentro de muchos años. Murió hace tiempo. Lo que vemos aquí es un reflejo.

© M. J. de Lara Ródenas

Comu-in-comunicación

Comu-in-comunicación

Según un estudio reciente en el mundo se hablan en la actualidad unas seis mil ochocientas y pico de lenguas. El pico no es muy amplio, o lo es, pero como escribo de memoria tampoco me voy a poner a rebuscar la cifra exacta para que al final sean seis mil ochocientas y pico justas. La esencia es que de estas lenguas van a quedar un cuarenta por ciento al acabar este siglo. Ese es el dato desnudo y esas son las previsiones aún más desnudas. Otras fuentes más apocalípticas apuntan a que sólo quedarán no más de media docena de lenguas en activo para intentar entendernos –digo intentar- y aún hay sabios de cabecera que auguran que no serán más de dos las lenguas que nos sirvan en el futuro. Y ya puestos, una. Y para una, ninguna, para que la comunicación se haga únicamente a base de muecas. Hay que imaginar desde ya una sociedad gesticulante deambulando por las calles. Bastará con reflejar nuestras intenciones con un gesto y así ahorraremos palabras, nervios, torpezas, insultos y todo lo demás. Al no haber palabras que decir, no serán necesarios los libros, ni las imprentas, ni las bibliotecas, ni los teatros, ni una sola hoja de la Enciclopedia Británica, ahora que le había cogido cariño a su cordillera de tomos. Al no hablar, no gastaremos inútilmente el oxígeno, que se purificaría con vistas a la esperanza de que un día volviera a ser todo como fue, pero mejorado. Al no haber nervios ni gargantas hinchadas soltando vaciedades ni violencias, las pastillas marrones que toma Dongenaro pasarían a dormir su sueño eterno sobre la mesilla de noche por obsoletas. Al no haber torpezas, nos veríamos en el brete de tener que inventarlas y con ello valoraríamos más los aciertos. Al no haber insultos, ni de palabra ni de plomo, disfrutaríamos de una sociedad en paz, dispuesta a ser marco para que lo bueno que pudiéramos aportar como actores de ella, lo pusiéramos en juego. Cada vez seremos menos en saber, menos en sentir y más en ser dirigidos; la pobreza intelectual pondrá sucursales donde haya un ser humano y el silencio en cualquier dirección se apoderará de nosotros. No habrá necesidad de que algún entendido en nómina diga a quien no lo sea: usted hable cuando se le pregunte, vote con un escueto movimiento de cabeza cuando le toque y cuide de no protestar ni por esto ni por nada, vea lo que vea, oiga lo que oiga, pase lo que pase. Todo eso se descartará, por supuesto, y también los llantos de dolor y de injusticia porque harán ruido, y los jadeos de amor o de simple lujuria porque habrán sido olvidados por poco uso como sensaciones ajenas a la nueva concepción de la vida. Seremos un grupo más aburrido aún de lo que somos, pendientes de a ver qué se le ocurre al culto de turno para entretener nuestro tiempo con carnavales, pasiones y cabalgatas, eso sí, y muy a tener en cuenta, sin que nadie se atreva a ir en contra de sus ocurrencias, y menos aún, a rozarle el sillón, no digamos a movérselo. Sólo para él y por ese motivo será posible el habla: para avisar de que hay alguien capaz de mover sillones, que parece ser que será lo único sagrado que quede.

© Manuel Garrido Palacios
© Imagen:  Óleo de Seisdedos 
© Publicado en el Boletín de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Nueva York.