Miguel Hernández

Miguel Hernández
Leerlo hasta el alba

En un examen me salió como tema Miguel Hernández, del que sólo conocía una porción mínima de su obra, mínima como hermosa, pero que no me daba para hacer piruetas a ver si arañaba un aprobado, un cinquillo, y pasaba el brete. Pensando en la estrategia a seguir, resoples van y vienen, ocurrió que se nos vino encima parte de la techumbre del aula -¡milagro!- por culpa de una tormenta con escándalo de rayos y truenos; el viento arrancó de cuajo la rama de un olmo del patio y la hizo entrar por la ventana destrozando la cristalera. Sin luz eléctrica, con el frío y el agua invadiendo aquel espacio, ante el peligro de más derrumbes, el profesor suspendió la prueba que me preocupaba hasta que aquello se normalizara, y nos convocó para el dia siguiente en otro sitio. Esa noche la pasé hasta el alba leyendo a Miguel Hernández para hacerme a la idea, para enterarme de él, para saber quién era más allá de las fechas de su vida, de sus circunstancias. Puse afán en asomarme al prodigio de su poesía por aliviar mi ignorancia, y no ya para aprobar el examen, sino para empaparme del qué, el cómo y el cuándo de su poética. Leí todos sus versos y los volví a leer, y desde entonces me habitaron, aunque aquel día sintiera vergüenza por no haberlo hecho antes. A mis catorce años o así sólo conocía de él "el nada más nada igual a nada" que se impartía en la clase de Literatura. Me pareció injusto haber perdido el tiempo en otras cosas sin entrar en aquella esencia, sin habérmela descubierto, sin valorarla por no saberla. A partir de ahí llevé sus versos en todos mis viajes porque me salió de dentro, sin proponérmelo, leerlo allá donde fuera, como si quisiera compartir la belleza y advertir a quien escuchara de aquella fuerza de la naturaleza.
Ese verano lo pasé con mis abuelos en Asturias y, entre los sonetos que les leí, estaba éste:

Por esta senda van los hortelanos,
que es la sagrada hora del regreso,
con la sangre injuriada por el peso
de inviernos, primaveras y veranos.

Vienen de los esfuerzos sobrehumanos
y van a la canción. y van al beso,
y van dejando por el aire impreso
un olor de herramientas y de manos.

Por otra senda yo, por otra senda
que no conduce al beso aunque es la hora,
sino que merodea sin destino.

Bajo su frente trágica y tremenda,
un toro solo en la ribera llora
olvidando que es toro y masculino.

Mi abuelo era minero; mi abuela, hortelana. En aquel silencio creado en la cocina de Sama, ambos lloraron con el primer soneto, y me pedían cada noche que lo repitiera y ellos volvían a emocionarse. Lo traigo aquí para memorar aquel momento único.
Como viaje de estudios nos llevaron más tarde a Milán a un encuentro de estudiantes en el Teatro de la Victoria. Mi participación fue la de leer algo de Miguel Hernández, entre lo que estaba este otro soneto:

Lluviosos ojos que lluviosamente
me hacéis penar: lluviosas soledades,
balcones de las rudas tempestades
que hay en mi corazón adolescente.

Corazón cada día más frecuente
en para idolatrar criar ciudades
de amor que caen de todas mis edades
babilónicamente y fatalmente.

Mi corazón, mis ojos sin consuelo,
metrópolis de atmósfera sombría
gastadas por un río lacrimoso.

Ojos de ver y no gozar el cielo,
corazón de naranja cada día,
si más envejecido, más sabroso.

Abrevio tiempos y lugares de aquella época y salto a la siguiente, en la que en mi primer viaje profesional a Tokio, leo a Miguel Hernández en la sede de The Gendai, ante un público ávido de sentir su poesía. Fue un recital a tres voces: yo decía un verso, éste se traducía y repetía de inmediato al japonés y una tercera persona lo decía en inglés. Lo ensayamos y salió como se pretendía. Uno de los sonetos fue éste:

Sabe todo mi huerto a desposado,
que está el azahar haciendo de las suyas
y va el amor de píos y de puyas
de un lado de la rama al otro lado.

Jugar al ruy-señor enamorado
quisiera con mis ansias y las tuyas,
cuando de sestear, amor, concluyas
al pie del limonero limonado.

Dando besos al aire y a la nada,
voy por el andador donde la espuma,
se estrella del limón intermitente.

¡Qué alegría ser par, amor, amada,
y alto bajo el ejemplo de la pluma,
y qué pena no serlo eternamente!

Ya en plena actividad profesional, asistí en Dublín a un Festival en el que treinta paises presentaban obras. Fuera de la sala de proyecciones, en mi turno de palabra en un acto en la torre de James Joyce, en Lagheri, tuve la sensación de hacer las presentaciones de dos autores lejanos. También aquí fue necesario traducir el texto, incluso a mi propuesta se unieron los colegas ruso y noruego y estuvieron los versos hernandianos flotando en varios idiomas. Entre los sonetos que quedaron en aquel aire mágico estaba el siguiente:

La pena, amor, mi tía y tu sobrina
hija del alma y prima de la vena,
la paz de mis retiros desordena
mandándome a la angustia, su vecina.

La postura y el ánimo me inclina;
y en la tierra doy siempre menos buena,
que hijo de pobre soy, cuando esta pena
me maltrata con su índole de espina.

¡Querido contramor, cuánto me haces
desamorar las cosas que más amo,
adolecer, vencerme y destruirme!

¡Esquivo contramor, no te solaces
con oponer la nada a mi reclamo,
que ya no sé qué hacer para estar firme!

Faro, en el Algarve, fue otro punto en el que sonaron sus versos. Se producía un encuentro de escritores y mi tiempo en la tribuna fue entero para Miguel Hernández, al que, en esta ocasión, no hubo que traducir merced a que ambos idiomas, español y portugués, se solapan y se entienden sin más líos. Traigo aquí uno de los sonetos leidos:

¿No cesará este rayo que me habita
el corazón de exasperadas fieras
y de fraguas coléricas y herreras
donde el metal más fresco se marchita?

¿No cesará esta terca estalactita
de cultivar sus duras cabelleras
como espadas y rígidas hogueras
hacia mi corazón que muge y grita?

Este rayo ni cesa ni se agota:
de mí mismo tomó su procedencia
y ejercita en mí mismo sus furores.

Esta obstinada piedra de mí brota
y sobre mí dirige la insistencia
de sus lluviosos rayos destructores.

Quizás si tuviera que fijar un lugar donde la poesía recibía a la poesía, éste fuera India, en dos puntos diferentes a los que fui a hacer unos documentales y nunca perdí la ocasión de recitar a Miguel Hernández. Uno fue Benarés, en la casa de Ravi Shankar. Veniamos de un momento mágico por la conjunción de los sonidos del sitar y de la guitarra, magia que se creció cuando, como un instrumento musical más, surgieron los versos de Miguel Hernández, ya en pirueta lingúistica, pues tras mi lectura en español era repetida en inglés y en indi. Como no encuentro expresiones para describir aquellas sesiones de encanto, voy directamente a uno de los sonetos leidos:

Me tiraste un limón, y tan amargo,
con una mano cálida, y tan pura,
que no menoscabó su arquitectura
y probé su amargura sin embargo.

Con el golpe amarillo, de un letargo
dulce pasó a una ansiosa calentura
mi sangre, que sintió la mordedura
de una punta de seno duro y largo.

Pero al mirarte y verte la sonrisa
que te produjo el limonado hecho,
a mi voraz malicia tan ajena,

se me durmió la sangre en la camisa,
y se volvió el poroso y áureo pecho
una picuda y deslumbrante pena.

Luego fue Calcuta, ante la Madre Teresa y su congregación, tras haber visitado unas leproserías distantes ciento y pico de kilómetros de la ciudad, a las que llegamos tras ocho horas de camino; selva pura. Contar esto con detalle quitaría espacio que hoy está para otra cosa. El último día de estancia, al llegar a la Casa, como ella la llamaba, a modo de despedida, las novicias cantaron y, como respuesta, les leí a Miguel Hernández. Aquí fue una monja colombiana la que tradujo versos como estos: 

Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla,
donde yo no me hallo no se halla
hombre más apenado que ninguno.

Sobre la pena duermo solo y uno,
pena es mi paz y pena mi batalla,
perro que ni me deja ni se calla,
siempre a su dueño fiel, pero importuno.

Cardos y penas llevo por corona,
cardos y penas siembran sus leopardos
y no me dejan bueno hueso alguno.

No podrá con la pena mi persona
rodeada de penas y de cardos:
¡cuánto penar para morirse uno!

Seguiría. De hecho, sigo: Paris, Londres, Florencia, Praga, incluso en la isla de Capri he leído en voz alta a Miguel Hernández para airear la fragancia de su poesía. Sin embargo, lo haga aquí al lado o en el pico del mundo, siempre creo que lo estoy haciendo ante aquel profesor que lo puso como tema, al que no hubiera podido responder en un examen que aquellos versos tenían vocación de convertirse en memoria. 

© Manuel Garrido Palacios
Academia Norteamericana de la Lengua Española. Nueva York



Ramón Masats

Ramón Masats
LA MEMORIA SENTADA


Recuerdo algunos sitios en los que estuve con Ramón Masats –aprendiendo, sin perder ripio–: Sa Pobla, Mallorca; Madrid, en clases de montaje (con su bacalao de Revuelta a media mañana o sus calamares al caer la tarde); Sevilla (torerías de Paula o de Curro); San Sebastián (tras el rodaje íbamos a Biarritz a devorar cine; entre otras perlas, cayó en su momento de “aquellos tiempos” la Enmanuelle de rigor; esa noche vinieron a la proyección Teo Roa y Alberto, operador y ayudante de cámara, muertos meses después en Alaska en el accidente de avioneta junto a Félix Rodríguez de la Fuente); sigo: Dublín, la Torre de James Joyce; Portugal, donde nos tocó ir en procesión tras el último participante de una carrera; Guernica y otros pueblos vizcaínos cuando dirigió el espléndido documental “Apuntes vascos”; y Huelva, para la que proyectamos un libro al que un día le daremos forma. Hoy quiero hablar de los cuadros -¿o son fotos?-, o crónicas para un golpe de vista, que cuelga en sus exposiciones. Imágenes que tanto digan en solitario como en conjunto. Tener cerca, aunque sea en leve proporción, la obra de Masats es un lujo cultural de primer orden. Una imagen es un juego complejo de ingenio y de sensibilidad. Una aparente “nada” puede ser un “todo” y viceversa. La técnica sola no basta. Si de un concierto lo que se te queda es el cartel que había al fondo, malo para el artista; si de una película sales alabando más que otra cosa los paisajes, peor. Pero si se va a una exposición de fotografías y se tiene la sensación de haber hecho un viaje por el alma, hay que escribirlo con palabras mayores. Este es el caso. Digo que puede parecer que no pasa nada mientras pasa todo.
El artista es un buscador que encuentra; ve ángulos inéditos, los plasma y de su arte surgen otros mundos que estaban ahí, esperando la mano de nieve. Decía un sabio que aunque sólo fuera un tío montado en un burro, por su puerta pasaba un universo. Eso nos proponen las fotos de Masats, capaces de encerrar en un instante el latido vital que a menudo nos pasa tan callando. La historia de una casa se abre con un clic que recoge el zócalo blanco raído; el desconche de una fachada azulina y el recerco de una puerta componen la bandera de la nostalgia; el pasavolante que alguien da a su interior puede ser un parón, un respiro en el afán, como el roal antesala del umbral de entrada, o la huella de la mezcla con la que se restañan grietas, o se agranda un patio o se parchea una cocina, centro de ese universo. Cada casa lo es. Sólo se necesita verlo, sentirlo y, como en la muestra, captarlo. He ahí lo que quien mire cada imagen puede percibir: un universo íntimo que al mismo tiempo es la forma y que rubrica una mancha irregular amarilla que domina el cuadro, señal simple del paso de los días y de las noches de los que habitan el sitio. Las obras de Ramón Masats son una sugerencia que no se interrumpe. Tienen ruido, alma, pulso, fragancia, voces que permanecen en el interior de cada marco y que si se pone oído, cuentan las historias prietas de humanidad que destila cada una de ellas. Los huecos se han llenado de arte fotográfico y las exposiciones son muescas que se van haciendo en la tarja de la expresión, marcando estas obras los niveles a los que se llega cuando se es capaz de ver la belleza que guarda y da cualquier cosa que antes sólo era aire. Después de filmar miles de fotogramas, el artista aísla uno para compartirlo en muestras así. Y no es sólo valorable la fuente de luz, la incidencia del rayo, el motivo encajado en el cuadro, el impulso por el que aprieta el botón, la emoción que te regala el resultado, ni siquiera el foco fino con el que se ha recogido. En Masats lo importante es todo junto y a la vez; lote de exquisiteces de las que no te hartas, por lo que cualquiera de sus imágenes merece una reflexión serena por lo que representa. En suma, una vez más, un aprendizaje.

© Manuel Garrido Palacios