Patricia Chapela Cabrera

 
CRÓNICA DE UNA MINERA
por
Patricia Chapela Cabrera

Hace mucho, el tiempo había anestesiado las ganas, los anhelos y la ilusión. Una fragua de vulcano en sus ojos fundía los recuerdos. Su cabeza aún sostenía, imaginariamente, la bandeja que portaba la sustancia natural, sólida y sin vida: maclas y menas que alimentaban los sueños. En la mina, una barcaleadora más; una de tantas que iban y venían por el piso pulverulento de roca sulfurosa. Su falda, de tela henchida por el movimiento eólico que emergía de entre aquellas piedras calientes, tiznaba en azabaches.
En su olfato aún mantenía intacto el olor azufrado que desprendían aquellos cantiles grises y negros. Su turno comenzaba a las seis de la mañana en los días de tajo, y en otros en los que no azuzaba la mina, viajaba a la capital en El Viajero para vender las materias del huerto y los huevos de gallinas camperas, regresando con el sustento en sus bolsillos.
Era como vela cangreja del bergantín que asoma desafiante frente a las costas, la mayor de las lonetas, junto al céfiro raudal que impulsaba la nave para flotar a los suyos. Esposa, madre, amante, hija…era tantas mujeres a la vez, que apenas podía contener en su ego, todos los vínculos de su familia minera.
Una mañana, la vaca, bocina histérica anunciadora de turnos, paradas y otras cosas, suspiró quebrando el aire. Una voz de nadie corría con el mensaje que no quería ser escuchado.
Ella, que había parado la tarde para las tareas domésticas mientras su amor se había sumergido en la galería como otro día cualquiera, sintió un murmullo que llegó hasta el umbral de su puerta; algo espantoso había ocurrido en lo abisal. Desprendimientos de esquitos, mineral y rocas asomaban a la puerta de algún pozo. La tarde languidecía, la camilla era portada por dos hombres que, entre lágrimas, llegaban prestos al hospital minero.
La noche partía entre sollozos y bramidos. Otro minero más. Su minero.
Permaneció con una mueca inerte; su mente traicionera la había trasladado a otros tiempos que erizaban el vello. Una minera más, perdida en el horizonte, buscando respuestas caducadas. Otra viuda del mineral.

© P.Ch.C.

Laboreos de desmonte en Filón Norte. Tharsis. Alosno. Huelva. Fotografía: Archivo Personal de S.G. Checkland. Glasgow (Escocia) © Propiedad de A Cielo Abierto. Patrimonio, Turismo y Desarrollo.


 

Revista de Folklore nº 405

Revista de Folklore nº 405
Urueña. Valladolid

Sumario:

Editorial de Joaquín Díaz (Director)
Aunque la potencia en la emisión de la voz era un factor determinante para los buenos oradores sagrados, no todos los predicadores poseían la fuerza ni el volumen de san Vicente Ferrer (quien repetía allá donde iba su famoso timete Deum con voz poderosa y bien timbrada) por lo que, al parecer, tuvieron que recurrir muy frecuentemente a la insospechada ayuda que les proporcionó una especie de vas spirituale amplificador llegado directamente del taller de un alfarero... +

Ignacio Javier Gil Crespo

Alfredo Blanco del Val

Arturo Martín Criado

Grupo de Estudio del Sur


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Disponibles en formato PDF los números anteriores y la base de datos desde el primer número de la revista, que puede ser consultada en formato web.

Avelino Mallo

AVELINO MALLO PALACIOS
Tintura sobre tela
(Exposición Wasted Land · 200x150 ct.

Antonio de la Torre

Atardecer en la Ría de Huelva
Óleo sobre lienzo (1905)
Antonio de la Torre (Murcia, 1862- 1918)
Museo Provincial

ÇA VA?

ÇA VA?
Revista Colegio Molière
2015

François Luis-Blanc

François Luis-Blanc
A PASSAGEIRA DE IPANEMA
(Novela)
Tradução. Isa Mestre
Prémio Glória Marreiros 2015
Ajea Edições
Faro (Portugal)

PRESENTACIÓN DE NOVELA

Miércoles 25 noviembre 2015 · 7’30 de la tarde
Universidad de Huelva · Campus de La Merced
Presentación de la novela
TOUCHES BLANCHES, TOUCHES NOIRES
de
Manuel Garrido Palacios

publicada por Éditions Le Soupirail (Francia)
traducida del español por
Marie-Claire Durand Guiziou y Jean-Marie Florès
Moderará el acto y leerá un mensaje de la
Academia Norteamericana de la Lengua Española
de Nueva York: Francisco José Martínez López.
Presentará la obra: François-Luis Blanc.
Leerán párrafos Inés, Manuel Pablo y Paula, del Colegio Molière
Abrirá el coloquio: Manuel Garrido Palacios.

L'ABANDONNOIR

EL ABANDONARIO
M. Garrido Palacios 
1ª Edición. Editorial Calima · Mallorca
  
L'ABANDONNOIR
M. Garrido Palacios
Trad. de l'espagnol
Isabelle Toledo et William Rozenblat
(Littérature. Europe)
2ª Edición. Editorial L'Harmattan · Paris

Manuel Garrido Palacios nos entrega en 'EL ABANDONARIO' su apasionante novela. Dedicado profesionalmente al cine y a la etnografía, sólo en estos últimos años ha ido publicando libros de ficción literaria. El sorprendente EL CLAN Y OTROS CUENTOS (Ed. Calima, Palma de Mallorca) y esa variopinta fábula titulada NOCHE DE PERROS (Ed. AR, Sevilla, Calima, Mallorca y L'Harmattan, Paris) nos mostraban ya a un narrador premioso conocedor de su oficio y exhaustivo gozador de la alta, rica tradición castellana. En ambos libros latía el aliento de un hombre entrañado, investido en lo popular, en el que la ironía, el escepticismo, la retranca..., nos daban cuenta de un mundo personal, entretejido de realidad y ficción mágica, con un pie puesto en los estribos de la picaresca (con esa visión escéptica, amargosa del mundo) y el otro en ese prolijo mundo de lo escéptico y de lo soterráneo que encontramos también en la vasta tradición castellana, desde Cervantes a Rulfo, desde Quevedo a Valle o al Cela del Pascual Duarte. Pareciera que todos esos largos años emboscado detrás de la cámara, atento a las luces y a las penumbras, a las voces y al silencio, hubiesen propiciado en el autor un caudal vivo de sombras y máscaras que ahora, en su faceta más propiamente creativa, se nos revelan en toda su concertante, apabullada realidad. Estas tres coordenadas: la tradición escéptica, la visión mágica y el lenguaje popular , más que presentes en sus dos libros de relatos, constituyen ahora el soporte literario de este libro (EL ABANDONARIO) tan sorprendente como impagable. EL ABANDONARIO es un viaje hacia los médanos interiores de una memoria que se resiste a reconocerse en los parámetros realistas o mecanicistas, donde los hechos quedaban sepultados, envilecidos por un proceso de afirmación histórica o ramplonamente temporal. Muy al contrario, lo primero que sorprende en esta novela, es precisamente la ausencia del tiempo. El recuerdo, la memoria, ajenos a la contaduría de las horas, se superponen, se erigen, vivifican la realidad, construyendo una reconocible fantasmagoría de hechos simultáneos y envolventes que atrapan al lector ya desde sus primeras líneas, aventurándolo a un mundo de una sencillez, de una fantasía desaforada. En realidad, lo que Manuel Garrido Palacios, persigue a lo largo de esta obra inolvidable es recrear, alentar, producir una atmósfera interior reconocible, en la que vida y muerte, realidad y magia se entretejan de una manera creíble y lo que es más importante, natural, en torno a los pellizcos de la vida. Pero si ya en su larga obra cinematográfica Garrido Palacios trata de recoger la devastada memoria de los pueblos, afirmándolos en su identidad y sublimando precisamente aquellos elementos que hacían palpable esa identidad, aquí, en esta, su primera novela, se nos propone una vuelta de tuerca al introducirnos en un mundo de resonancias míticas que nos agarra desde la pura y abstracta identidad y donde el lenguaje, de una llaneza casi cegadora, consigue por sí mismo convertirse en el absoluto protagonista de esta historia en la que un muerto relata a quien lo vela la historia de un pueblo fenecido, atrapado en su propia fantasmagoría. Nos hallamos, pues, ante una novela sorprendente que consigue imantar al lector a las primeras de cambio, para mantenerlo en vilo durante toda la deslumbrante travesía. Y es que Garrido Palacios, seguro de su oficio, capaz de descubrir una atmósfera en unas pocas líneas, lejos de adentrarse en un discurso atolondradamente lírico, prefiere ponerse en manos de la naturalidad, de la fluidez de la palabra dicha, oída, metida en la matriz y en el estómago. Será, así, a través de los personajes que hablan a través del muerto, que se construya la peculiarísima memoria de Herrumbre, ese pueblo acosado por la nada, y cuya historia es la que se va enhebrando a lo largo de todo el libro. Mamuel Garrido Palacios se ha limitado, parece y aquí estriba gran parte del éxito del relato a dar sentido a todas esas voces, ordenándolas de manera que el lector se reconozca en cada una de ellas, removiendo en él los más dormidos soportales de la memoria. Una novela, en definitiva sugeridora y valiente, escrita con toda el alma, que se reconcilia con el arte de la prosa, tan demacrado, tan envilecido últimamente. Sin duda, y acabamos, una de las novelas más deslumbrantes escritas en los últimos tiempos en la lengua de Rojas, Cervantes o Rulfo.

© Manuel Moya (España)

El Abandonario es una novela de Manuel Garrido Palacios construida como las antiguas tragedias griegas. En vez del carro sobre el cual el primer dramaturgo declamaba la historia de los héroes míticos para concurrir al premio representado por un bode (tragos), estamos en presencia de un muerto en su ataúd durante la vigilia que le hace el último vecino, mudo de soledad, en un pueblo perdido. En su soliloquio, el muerto hace desfilar a todos los habitantes que hubo en dicho pueblo con las anécdotas cotidianas, las intrigas, amores, odios y alegrías posibles de un lugar extinguido. La simplicidad brutal de los eventos, la unidad de tiempo y de espacio, las voces de los muertos que suben como un coro, parecen los elementos de una tragedia mediterránea que bien podría ser de Esquilo. Igual que en la vida, se reflejan también los momentos crueles o divertidos, las escenas burlescas, el humor corrosivo, la amargura, la pobreza y el hambre conocidos por tantas criaturas de la posguerra civil española. Ese pueblo escondido, llamado Herrumbre, es un microcosmos pero abarca toda la vida y la vida de todos nosotros. Conociendo el pasado del autor, escritor especializado en la etnografía, viajero y cineasta, el lector podría pensar que se trata de una obra de recopilación de cuentos, leyendas o anécdotas cosechadas durante toda una vida en contacto con los pueblos más rancios de España. Pero no. Pasa por la obra un soplo épico, una grandeza que solamente una experiencia vivida puede desenlazar y ofrecer. En efecto unas confidencias del autor confirman que muchas escenas son trasposiciones de su infancia en un pueblo similar a Herrumbre. Reviven los sonidos, los sabores, los rumores de ese mundo que hoy se desvanecería en el olvido si el autor no lo hubiera conservado en su memoria para nosotros.Hay en la novela El Abandonario unas invenciones lingüísticas que harán las delicias del lector. La riqueza del vocabulario, a veces inventado o inspirado en el lenguaje hablado, de los refranes, de los insultos, de las canciones populares, hace del texto una enciclopedia de la sabiduría del mundo rural, de un universo en desaparición. Existen escenas muy innovadoras en literatura, tal vez por influencia de la técnica cinematográfica, como por ejemplo, cuando se mezclan en el texto todas las conversaciones sobre la plazoleta del pueblo, como un rumor de fondo, donde respira la vida trivial de los habitantes. O cuando se entrecruzan los comentarios de las personas que preparan los pestiños en la cocina, escuchados por el niño desde su alcoba, donde fue recluido para que no incomodara los preparativos. Ese niño de ayer es el autor que escucha hoy las reminiscencias de estas voces de la felicidad simple.El lector francés entrará sin preámbulo en ese mundo mediterráneo ya familiarizado por sus lecturas de las novelas de Marcel Pagnol o Jean Giono. El Abandonario, de Manuel Garrido Palacios, no necesita de reflexiones metafísicas o escatológicas en ese contexto de vigilia mortuoria donde flota el espíritu colectivo resignado tanto a la vida como a la muerte.

© François-Luis Blanc (Francia)

Edith Wharton

Edith Wharton
CUENTOS INQUIETANTES
Traducción de Lale González-Cotta
Editorial Impedimenta
‘Ningún adicto a Wharton que se precie de serlo
debería pasar sin este libro.’
(Los Angeles Times)

Memoria de las Tormentas

Memoria de las Tormentas
Manuel Garrido Palacios
Calima Edit. Palma de Mallorca
Foto: Héctor Garrido

Manuel Garrido Palacios es un sólido narrador del que se debería hablar más, pero por razones que ignoro no se hace lo suficientemente, a pesar de que posee una obra de contrastada calidad literaria. 
“Memoria de las tormentas” pertenece junto con “El Abandonario” y “El Hacedor de Lluvia” a la “Trilogía de Herrumbre”. Por momentos, al leer esta novela, me han venido a la memoria Castroforte del Baralla, sede y alma de “La saga/fuga de J. B.” de Torrente Ballester, “Volverás a Región” de Juan Benet y “Celama” de nuestro admirado Luis Mateo Díez; pero también a Camilo José Cela en el gracejo de la narración y en la soltura compositiva. “Memoria de las tormentas” es, incluso, una reminiscencia de los espacios rurales tan extraordinarios que ha creado la literatura latinoamericana por obra del gran Rulfo, de Borges, de Vargas Llosa, de García Márquez... 
Garrido Palacios con esta obra desciende a la memoria a través de una anciana cercana a los cien años, doña Dulcedumbre, que va conformando la historia de Herrumbre y la historia personal (una especie de nueva Úrsula Iguarán (el personaje mágico de “Cien años de soledad”), etérea y fantasmal, que posee una enorme fuerza como creación literaria personal y propia, a pesar de las evocaciones aludidas. 
A través del esquema narrativo de la historia contada a “un caballero” que llega al pueblo, la voz homodiegética del personaje se hace presente y cuenta desde la primera persona y a través del monólogo interior sus vivencias, sus sensaciones y sus desencuentros con el mundo y sus habitantes: “No quiero cansar al caballero. He contado esto tantas veces que me he convertido en la historia misma. Ya ve que voy de mis recuerdos a mis recuerdos a través de mis recuerdos” (p. 21). En otro momento le insistirá a su receptor: “Le cuento a usted lo poco que sé, tres migajas, ¿qué podemos saber unos de otros?” (p. 120). Estamos ante la narrativa oral que la memoria en pequeños trazos construye, y es Dulcedumbre con su ánimo, su gracejo y su tristeza la que nos va envolviendo en ese aire sorprendente conformado por los trazos agridulces (como su propio nombre) de la existencia: “¡Ah!, mi cabeza es un saco de historias en el que meto la mano y saco jirones” (p. 34). Aunque, en realidad, podríamos considerarla una intermediaria de la abuela Bonaparte, que fue la que contó estas historias después de darle un sorbo largo al aguardiente. Un homenaje a la memoria, que como dice Dulcedumbre, no puede ser amordazada ni ser pasto del olvido. Pero, aparte del rico anecdotario que encuentra el lector, plagado de fantasmas y seres mágicos, la historia de Dulcedumbre permite adentrarnos en una filosofía de vida, en un modelo cuasi moral, si me apuran, profundamente humano, en el que gastó su vida, complaciendo siempre a los demás pero sin ser complacida. 
Una España atrasada y esperpéntica, múltiple, abigarrada y plural conforma esta agridulce obra en la que la paleta negra está muy presente, un color que ha sido consustancial a nuestra historia como pueblo. Goya nunca se equivocó con sus cuadros del Callejón del Gato y tampoco Valle con don Latino de Híspalis y Max Estrella. Una España de espejos deformados y personajes al filo del esperpento o ya esperpentos propiamente. Y el absurdo mayor surge en estados de guerra: “Toma una escopeta y a pegar tiros. ¿Contra qué? Tú tiras en esa dirección y no preguntes (…) Detrás se esconden los malos, el enemigo. Cualquiera es el enemigo” (p. 31). 
Dulcedumbre, veinte años, se va con el seminarista a la capital, donde trabajará en una taberna, y deja Herrumbre, su pueblo, que alguien le había dicho que no existía en el mapa. Pero el enamoriscamiento duró poco y pronto se casa con otro. Se van intercalando historias como la del pariente Onofre, o de Onésima que cazaba gatos por hambre, la historia de Teresona, el político Donglorio (sobre el que ironiza constantemente), la historia de Remilga que nos ha retrotraído a los esquemas y el espíritu de la narrativa picaresca española. De hecho en la página 62 hay una alusión expresa a obras como “Lazarillo de Tormes” y “Guzmán de Alfarache”, y ese texto, casi textos de textos que es el “Himnario”, presidiendo como memoria común de unos seres que pedían que se diera fe de la existencia del pueblo y acompañaba a Dulcedumbre siempre. 
Los efluvios amorosos de Tío Livio y la burra Mica, que nos adentran por una geografía humana escabrosa y triste en torno a una sexualidad mal entendida, por no hablar del mocito de Herrumbre que “se daba maña en masturbar a los muchachos, llegando a hacer dos pajas distintas al mismo tiempo con bastante arte” (p. 40). Y surge entonces una evocación evidente de la novela “Mazurca para dos muertos” de Cela, que le valió el Premio Nacional de Narrativa. Sexo y hambre como elementos que trascienden el discurso narrativo de Dulcedumbre y nos adentran en un imaginario colectivo. 
Una de estas historias es la de Rufina, que le cortó el pene a su amante, y cuando así hizo, dijo: “Se acabó la comedia” (p. 81). O la historia de la muchacha que se dedicaba a enseñar sus bragas al Cuartoquilo diciéndole para lo que servían éstas: “Las bragas sirven para guardar el coño” (p. 83). Un valor simbólico el de todas estas historias que emergen como una imagen en sepia de época, en un país, en unas circunstancias dominadas por una absurda y sangrienta represión en todos los ámbitos de la vida cotidiana. También tiene su gracejo y suculencia la historia de Onésima, a la que rondaba un viajante de libros, Fructuoso, que era muy respetado en el pueblo por su forma de pronunciar el nombre de los autores de los libros, entre los recomendados estaban los de un tal Somersemogan (William Somerset Maugham, escritor inglés de mediados del XX) y el Masensevadermé (Maxence Van der Meersch, francés, autor de Cuerpos y almas). Y cuando la Onésima se quedó preñada, le dijeron: “¡Mira que dejarte empreñar! Ella contestó: Es que es de un inglés”. Historias que conforman un paisaje humano, un mundo, una creencia y sobre todo una filosofía de vida que muestra el atraso y la incultura de un pueblo: “En Herrumbre no hay listura. Quería decir cultura, pero le salía listura” (p. 106). Una España dura en la que los niños iban poco tiempo a la escuela porque enseguida los ponían a cuidar el ganado, aunque sería al cabo la Naturaleza su maestra. Esta imagen genera también una ambientación costumbrista a la que no es ajena la novela y una incidencia manifiesta de un espíritu de época donde la desfloración y el sexo formaban parte directa de sus vidas de modo permanente. Y en esa complacencia por los elementos que conforman la cultura del pueblo, uno de los capítulos (pp. 120-127) está centrado en el análisis de la lengua. Y entre otras cosas dice: “Abuela Bonaparte no soportaba que dijéramos peo en vez de pedo (…) Peo y pedo huelen igual, pero tienen su distingo (…) Sepa usted que el jigo que usted pronuncia es una barbaridad (…) No hagamos una guerra por una letra, que de una u otra forma lo que yo quiero decir es que estoy hasta el coño (…) Había que decir cataplines por cojones (…) En la taberna de Mateo aprendí lo que corta el alma una mirada y también palabras nuevas”. Creemos que en este ámbito está también presente el espíritu de Camilo José Cela en el gracejo, en la socarronería, en la construcción deformada de los personajes y en la degradación de una sociedad atrasada con tan solo pequeños y significativos trazos. 
Pero desde luego, algo que siempre en los pueblos es bastante recurrente es la trascendencia del paso del tiempo, la relación con el silencio y la diferencia de éste con la capital pues las cambios sólo llegaban a aquél después de años; noticias que se habían producido hacía tiempo se tomaban como una novedad al cabo, y la huida de un lugar que todos odiaban cuando en realidad lo que odiaban era un época, un modo de vida, un pensamiento que va organizado a través de una aleatoria presencia de historias breves y poemas que ayudan a comprender la filosofía subyacente, como éste:

Qué pueblo tan raro,
tan extraño éste,
sale el Sol por la mañana
y por la tarde se vuelve;
debajo de cada techo
un potajillo se cuece
y al fondo de cada olla
hay un Herrumbre silente,
un Santrás, un Carriponte
y un cabezo Lajareque;
pucheros en las cocinas,
leche, leche, leche, leche... 

En esta novela también hay frases para la posteridad y modelos: “Más une el hambre que el amor” (p. 46); “Somos porciones de la gran nada” (p. 65); “No hay que ponerle más música a la verdad, que luego lo que sale es el cuento del membrillo” (p. 78); “El amor es un lujo; el odio anida donde falta el amor. Diría que el amor es un odio agazapado y el odio es un amor en trance” (p. 78); “Cada mujer era un mundo y cada hombre un proyecto” (p. 78); “Toda época es un tránsito y que sólo vives en el instante en el que percibes que vives, ese que es inmedible porque parece eterno” (p. 79); “Ahora sé que un pedante puede ser un imbécil montado en un libro” (p. 94)… Una de las más suculentas es ésta: “A uno que andaba en trance de muerte el cura le ofreció ir al Paraíso y el tal le dijo: Déjese de tonterías; como en mi casa no voy a estar en ningún sitio.” (p. 173). 
En definitiva, “Memoria de las tormentas” es una novela que conforma un mundo propio, la España del franquismo, una España atrasada e inculta en la que los personajes deambulan en torno a instintos y situaciones absurdas. Conforma una época y un modo de ser y de estar en el mundo.

© Francisco Morales Lomas / Papel Literario. Málaga 

Manuel Garrido Palacios nos enseñó que había una geografía oculta, desdeñada por los vientos de la modernidad y plagada de seres anónimos; con él aprendimos a través de sus programas de televisión las distintas representaciones de lo popular, todo un compendio etnográfico de las personas. Podemos decir que a estas alturas Garrido Palacios se ha convertido en un personaje de un imaginario: el de la generación que vio entrar el televisor en casa y que descubrió un mundo que por rural y anónimo era ocultado con algo de vergüenza. Tras esa andadura, muchos son los testimonios que podemos encontrar de la obra de esta andaluz: una vasta bibliografía que se hace transcriptora de personajes y geografías, una etnografía de lo cotidiano, de lo vital. Su última creación literaria: Memoria de las Tormentas, cierra una trilogía, la de “Herrumbre”, un pueblo cualquiera, que según la protagonista, Dulcedumbre, “cae tan a trasmano que casi no existe”; un pueblo que esperó el coche de línea que nunca llegó, que se hallaba al lado de Mérgueles -otro pueblo- “por el camino que daba a ninguna parte”. En Herrumbre, lo que llegaba de la capital había pasado hacía diez años, o treinta; allí el tiempo ni crecía ni menguaba. Ella, que es guardesa de un solar en la capital, viviendo sola y sin visitas de nadie, guarda en su memoria la memoria de su pueblo a través de su abuela Bonaparte y de toda una galería de personajes: el seminarista, el viudo, sus hijos, las mujeres de la taberna... Cualquier cosa en Herrumbre cumplía décadas de silencio, donde se consumaba el hambre y se consumía el sexo. La historia de Dulcedumbre es pura sinestesia… los atardeceres olían a jazmín, a moho, a fruta podrida; tantos recuerdos, que al retratarlos queda la sensación de haberlos compuesto a través de recuerdos ajenos como si hubiera construido la historia de su vida con retazos de las demás. Memoria de las Tormentas pudiera ser la historia de cualquier lugar en los tiempos del hambre y del miedo; obra marcada por guiños constantes a lo absurdo, fiel reflejo de una España grabada por el odio y la vergüenza.

© Manuel Naranjo Loreto / Diario de Jerez

CANTOS DE BODA PARA YVONNE

CANTOS DE BODA PARA YVONNE

Junto a la iglesia parisina de Saint Germain-des-Prés se colocan unas muchachas en círculo, abren sus carpetas azules con papeles de música y comienzan a cantar dulzuras. No consiguen hacer la pieza de corrido, sin parones ni reempiezos, quizá por el poco ensayo, la improvisación, la timidez ante un auditorio ambulante o vaya a saber; de continuo les aflora la duda en el arranque de las estrofas, se meten en un laberinto, del laberinto al treinta y, en vez de cantar, pueblan el ámbito parisino de un recital de risas a puro nervio. A pie de coro han puesto una cesta de mimbre con un cartel: «Cantamos para ayudar a Yvonne en su boda civil y en su luna de miel. Contribuya con su voluntad. Se lo agradeceremos con canciones». Yvonne tiene las mejillas de manzana madura y se adorna como vestal camino de su templo. Está serena, aunque no se cree del todo esta seria jocosería que sus amigas le han dedicado en pleno Boulevard St. Germain, cosa que la fuerza a taparse la cara para no ser testigo de algo que ni había imaginado. Pero al comprobar que hay transeúntes que frenan su paso, echan monedas en el cesto y aplauden al término de cada canción, descubre su rostro, alisa su pelo, toma aire y se suma a lo que se canta con el gesto indescifrable de otra Gioconda. Toda mujer lleva una Gioconda dentro. Mientras suenan las voces de las muchachas, una dama se acerca a Yvonne para contarle cómo fue su boda, qué lugar visitó, en qué hotel estuvo, cómo se llamaba su marido y en qué consistió el menú de la inolvidable cena. Un violinista y su acompañante al pandero, que tocaban al lado, lejos de incomodarse por la repentina competencia musical, se acercan, prueban tono y ritmo con ellas y se unen sin más trámite al concierto vespertino de esta capital de la belleza: Paris. Desde un autobús descubierto sale un grito de ánimo hacia la iniciativa al tiempo que una docena de cámaras orientales se disparan para congelar el suceso mientras los símbolos de la prisa ralentizan su marcha y acallan sus bocinas para no romper tan delicado instante. Por completar el cuadro pintado con palabras, dos gendarmes que hacen la ronda leen el cartel, sonríen a las cantoras y uno deja caer una moneda suavemente para que el leve ruido que produzca no empañe la melodía que flota en honor del proyecto de vida de Yvonne, cuyo eco camina hacia el Sena y lo cruza por el puente Sully antes de perderse. De los cafés cercanos llega, no un amase de voces y de vasos, sino un escueto silencio para dejar aire a las sutilezas de una canción de amor cantada por mujeres. Nada es comparable a lo que sugiere una canción de amor cantada por mujeres. Las hojas de los gigantescos árboles caen doradas de sus ramas como tributo que se suma. Dentro de la iglesia de Saint Germain-des-Prés ocurren cosas divinas y trascendentes, como la celebración de una boda con órgano, capas curales y todos los avíos religiosos. Fuera, el coro de muchachas pide una ayuda para que una se case por lo civil. Por el Boulevard va y viene gente al margen de las dos opciones, igual inmersos en una tercera, una cuarta, una quinta. París tiene estas cosas.

© Manuel Garrido Palacios

EL ESCRIBA SENTADO

EL ESCRIBA SENTADO
Cuaderno de Paris
Manuel Garrido Palacios 

Si se entra al Louvre por la puerta Sully al encuentro de la cultura egipcia, lo primero que sale al paso es la sala de los escribas, cada uno en su urna en postura de profesional de la comunicación con su papiro dispuesto sobre las piernas cruzadas. Visto el conjunto de golpe se piensa que se está ante el cuadro de una agencia de prensa cristalizada en cronistas de las dinastías 19, 20 y 21, con su tintero y su sello para marcar documentos. Miles de años nos separan de la visión de lo que podría imaginarse la redacción de un viejo periódico, donde en vez del director preside la sala el dios Thot, mientras que Horus no pierde ojo como buen redactor-jefe. En el Louvre cada cual tiene sus visitas fijas como si fueran viejos familiares a los que no se les puede perder cara, además de disfrutar de todo lo demás y de lo que las salas previas ofrecen como exposiciones pasajeras. ¿Qué se saca de una sala que es casi de paso? ¿Qué podría ofrecer una fría mañana una reunión de escribas? Mucho. Uno se figura que el que está más cerca del ventanal por donde se ve la calle ha escrito esto: ‘Un gran inconveniente de la guerra social comparada con la guerra ordinaria es que las influencias de la ley natural están más o menos combatidas por la voluntad y las instituciones humanas, y no es siempre mejor el más robusto, ni el más adaptado el que tiene la suerte de subir. Al contrario, por lo regular suele sacrificarse la grandeza individual del espíritu a preferencias personales inspiradas por la posición social, la raza y la riqueza’. Un poco más allá, otro escriba podría decir en su papiro: ‘La sociedad debe estar organizada de forma que la felicidad de uno no nazca de la ruina de otros; lo justo es que cada individuo encuentre el bien propio en el de la colectividad, y viceversa, que resulte de la colectividad únicamente el del individuo’. No para ahí la cosa; el escriba que queda frente parece hacer señas para que se le lea su obra del día: ‘Llegará un tiempo en que la distancia entre el punto de partida y el de llegada se ensanchará de tal modo, que los mismos sabios del porvenir se negarían a admitir la posibilidad de un lazo entre ambos, si los escritos y los vestigios del pasado no les dieran los materiales necesarios para guiarles en su juicio’. También se puede sentir en la sala el siseo de un escriba aislado que ofrece su texto: ‘No hay mano que detenga a la Tierra en su curva, ni oración que detenga al Sol, ni calme el furor de los elementos que luchan entre sí. No hay voz que despierte del sueño de la muerte, ni ángel que liberte al prisionero, ni mano que baje de las nubes para dar pan al hambriento, ni signo celeste que dé conocimientos sobrenaturales’. Lo que es común a todos estos escribas es el estar erguidos con un orgullo de oficio expresado con el cuerpo, aparte de saberse notarios de la Historia. Los escribas tienen la postura tan fijada porque quieren decir con su lenguaje corporal que se puede escribir durante siglos guardando semejante equilibrio, o apoyados en una mesa, o sobre el muro, o en el propio lecho siempre que se escriba en libertad lo que se desee escribir. Cualquier postura será válida, menos de rodillas.

© Manuel Garrido Palacios

MÚSICA PARA LA SOLEDAD

MÚSICA
Paris

Quizá el concierto más humilde que sonó en Paris el Día de la Música, dentro de los quinientos previstos, fue este en el Boulevard de Saint-Germain. Fui el único espectador vivo que asistió al evento. Por si eran pocas las citas musicales que celebraban la fecha, este fue el 'uno más', ese que siempre va por su cuenta, bandeja petitoria abierta para las voluntades al paso. El artista tocó sin parar, sin hacer pausa entre piezas. Creo, incluso, que se durmió un rato mientras tocaba y que el violín siguió a su aire por inercia. Digo 'vivo' porque el otro espectador era de bronce: Denis Diderot. Desde su pedestal sobre el músico parecía querer despertarlo con el gesto para que mirara a cámara. ¿Por qué no pudo ser así la magia del momento parisino?

© M. Garrido Palacios

PARIS · DÍA LLUVIOSO

Gustave Caillebotte pinta y dona este óleo
a Claude Monet · Museo Marmottan
Calle de Paris, tiempo lluvioso (2013)
© Foto: MGP 

Un hombre come cuchillas de afeitar en una calle del Barrio Latino. La noche es plácida para las cenas con velas coloreadas en las mesas bajo toldos a las puertas de los restaurantes. Mientras docenas de comensales saborean un asado de buey regado con un burdeos de la casa, este hombre come cuchillas en medio de un ritual en el que, para demostrar que no engaña a nadie, abre un periódico, lo saja limpiamente a lo largo y el mismo filo cortante se lo lleva a la boca, lo tritura con los dientes y lo traga. Y por si no bastara, sonríe al transeúnte que se para asombrado a mirarlo. Hay quien le pregunta si no se hace daño con el metal punzante. Él responde pausadamente que existen peores comidas que la suya. Por ejemplo: «La de quien traga sapos mañana, tarde y noche en sus respectivos comederos-despachos y, a simple vista, no parece perjudicado, aunque luego rabie a solas». Añade: «No hay que sucumbir a la tentación a abandonar lo que sabes hacer. Yo sólo pretendo que ustedes me den algo para comerme luego un panini con atún. A cambio les regalo una sensación que ninguno tendrá nunca. Sólo yo. Con ello no hago mal a nadie». Llueve sobre París como si un angelote la regara desde lo alto y hubiera olvidado que a veces se recomienda descansar, que la humedad persiste y cala en lo hondo. Al pasar por la calle Montergate, cuyo atractivo mercado permanece abierto hasta entrada la noche, veo que un hombre se lleva una botella de vino de las que están expuestas para la venta, un trozo de queso, un pan flauta y un paquete de leche. Cuando una señora de las que compra advierte al tendero y éste sale a la calle, el hombre ya se ha esfumado, por lo que decide dejarlo ir sin dar excesivas muestras de cabreo ante el robo. Lo que sí hace es llamar a la policía, que viene pronto a recibir la protesta, ya que al hombre será difícil encontrarlo. La lluvia persiste; es menuda, incesante, de las que no te dan más tregua que la que tú consigas bajo un alero o en el interior de un café, donde, por cierto, reina un buen gusto en la selección de la música que tienen de fondo para diluir conversaciones o para saborear el ambiente. Se trata de la Sinfonía 40 de Mozart, tan nueva a todas horas a pesar de ser tan conocida. Siempre me pareció que esta obra llevaba dentro una alegría triste, racionada para que nadie se creara ilusiones extremas. Misterios de Wolfgang Amadeus aún sin resolver. Esto pienso cuando, aprovechando el primer clarito, me aventuro a llegar a mi hotel en la calle Amboisse. En la esquina veo sentado en la acera al hombre que huyó antes del mercado de Montergate dando el último tragantón al vino, al pan, al queso y a la leche. Y en el tiempo que tardo en sobrepasarlo se me suman otras sensaciones de la noche, como la de la lluvia que no cesa, la de Mozart en el café, la de la policía escuchando al tendero, la del asado de buey regado con un burdeos de la casa y, sobre todas ellas, la del comedor de cuchillas de afeitar en el Barrio Latino, tan paralelo al kafkiano Artista del hambre. Y me pregunto entonces qué habrá sido de él, qué será de cualquiera de nosotros, comamos lo que comamos.

© Manuel Garrido Palacios

PARIS

 PARIS

En la parisina Eglise de Saint Ephren, sin público a esta hora de la tarde, ensaya una joven la Suite nº 1 de Juan Sebastián Bach para Violoncello. Chirrían los goznes de la puerta cuando entro al tiempo que ella sale de la sacristía para ocupar el centro del altar. La sorpresa crea un instante infinito en el que ambos dudamos si avanzar o retroceder. Igual ella prefiere esperar a que en el templo no haya ni un testigo de su ensayo mientras yo me debato entre quedarme o qué. Pero ambos resolvemos la situación dándole al instante su importancia. Ella se sienta en su solitaria silla, acomoda el violoncello y retoca levemente las clavijas hasta conseguir el temple justo en las cuerdas. Yo doy tres pasos de puntillas, encogiéndome para hacer menor mi presencia y me siento en uno de los bancos reclinatorios. El leve roce de las ropas y el encaje de posturas es el epílogo de lo mundano. Lo divino empieza cuando ella alza el arco y empieza a tocar. Jamás asistí a un concierto para mí solo. La Suite nº 1, BWV 1007, en sol mayor, consta de Prélude, Allemande, Courante, Sarabande, Menuet I-II y Gigue, como las demás suites hasta la 6. Sólo cambia de una a otra la tonalidad y el Menuet en la 3 y la 4 por Bourrée y por Gavotte en la 5 y la 6. Datos. Fríos datos que el calor del sonido que nace al fondo ahoga. El Prélude no le sale como quiere y antes de acabarlo lo corta, lo empieza otra vez y, ya segura, sin interrupciones, parece que ni ella está ni yo estoy. Brota un universo dentro del Universo y las notas lo pueblan como una familia cantora que anduviera de aquí para allá por su propia casa. Al final, ella permanece un momento con el arco bajo, pensativa y yo sin moverme por si el milagro del concierto se repite. Después se levanta y se oculta tras la cortina roja que cubre el frontal. Yo salgo a la calle y me pierdo en el barrio con sus otros sonidos, como si hubiera bajado de una altura pocas veces accesible. Me quedo con el eco de la belleza, con el regusto de un latido que tendré que escribir un día. Hoy mismo. Ahora. ¿Para que esperar?

© Manuel Garrido Palacios

Touches blanches, Touches noires

Universidad de Huelva · Campus de La Merced
25 noviembre 2015 · 7’30 de la tarde

Presentación de
TOUCHES BLANCHES, TOUCHES NOIRES
de
Manuel Garrido Palacios

publicada por Éditions Le Soupirail (Francia)
traducida del español por
Marie-Claire Durand Guiziou
y Jean-Marie Florès
Moderará el acto y leerá un mensaje de la
Academia Norteamericana de la Lengua Española
de Nueva York: Francisco José Martínez López
Presentará la obra: François-Luis Blanc
Abrirá el coloquio: Manuel Garrido Palacios

José Mora Romero


José Mora Romero
Un artista que pasó como el aire

Le pido a Juan Manuel Seisdedos que plasme en un pliego el perfil que recuerde de Don José Mora Romero, el guitarrista y pianista que tanto acompañó en su aventura a la gente que acudía al Bar Santafé. Juan me envía el dibujo y le añade: “Esta es la imagen que consigo hilvanar. Es curioso, pero en la nebulosa del recuerdo lo veo más claro. Lástima del cuadro que le hice tocando el piano y que borré porque no me gustó. Casi siempre iba embutido en su viejo abrigo gris; los ojos pequeños y claros…” 
Sumo al dibujo una foto de 1932 en la que aparece con su guitarra y ambas imágenes me llevan a componer un paisaje de hace décadas, cuyo eje era el viejo Bar de Boni, base del Grupo Santafé. Tesis se han hecho sobre lo que fue aquel fenómeno cultural; hasta hay quien se arrima ahora a ver si sale en la foto sepia; grato es apuntarse a lo bueno, cosa que le sobraba al sitio, como momentos malos, por lo que al tal se le podría cantar: “La noche del aguacero, / dime dónde te metiste, / que no te mojaste el pelo”. 
Allí se hablaba de pintura, poesía, música o de lo que cayera, siempre con la presencia de nuestro músico de cabecera, Don José Mora Romero, al que un día le dimos la alegría de tantear una guitarra eléctrica. Abrimos el estuche, la enchufamos y la pusimos en sus manos. Con recelo, la pulsó al aire, palpó los trastes, pellizcó las cuerdas y les arrancó un acorde pomposo que hizo del cuartucho en el que se jugaba al tute la Notre Dame sureña. Sonó con tal fuerza, que asustó a los gatos que tenían el tugurio por dormitorio, a los que ni los golpes del juego, ni los tacos, ni las broncas, ni los gritos para pedir tollos a Bartolo habían conseguido mover jamás. Don José, curioso con el invento, tocó una de sus preciosas gavotas en La menor, cerrando con un delicioso Para Elisa de Beethoven. No abrió el pico. Aquel sonido envolvente y pomposo lo había embrujado. Sólo al marcharse soltó por lo bajo: ‘Estos cabritos siempre tienen razón’. 
Los conciertos en vivo de Don José eran alimento musical para nosotros, sin reparar si su perfil respondía o no al músico que era y no era, que estaba y no estaba. Nos bastaba con sentirlo cerca. No se concibe el recuerdo del Santafé sin su estampa de pajarita y traje brillantón por codos y rodillas. ¿De qué época salía cuando iba a ocupar su rincón? Nos contaba cuando dio un concierto en Moscú y el Zar de turno mandó que tiraran la llave del estuche de la guitarra al río: ‘Para que esas cuerdas no vibren en otras manos’. O cuando un crítico escribió que Andrés Segovia era el marido de la guitarra, Sáinz de la Maza el amante, y él, el novio; uno la mantenía, otro la trataba a destiempo y él la mimaba. O cuando en un país (¿imaginario?: todo en el Santafé lo parecía) pidió que parasen el reloj del teatro para que su concierto se escuchara hasta en lo más mínimo y provocó que el lugar quedara sin hora durante años porque nadie quiso romper el encanto. O cuando venía andando desde San Juan ‘igual que un chiquillo de ágil’. Como su vestimenta no casaba con sus glorias, había clientes nuevos que lo confundían. Manolo el limpiabotas dejó su caja de cremas junto a Don José y un fuereño le dijo desde el mostrador: ‘¡Eh, abuelo!, saque brillo a mis zapatos’. Fue Troya; o peor; resultó duro deshacer de golpe aquel error del hombre, que se defendía: ‘Yo vi la caja al lado del vejete y creí que era el limpia’. 
Ciertas tardes le organizábamos conciertos en las casas. En la de Seisdedos había que cortar el ‘tic-tac’ del reloj de pared y evitar cualquier ruido: el del tráfico, aunque escaso, era difícil, como el del grifo abierto por tita Ana dejando caer su catarata en el fregadero, o el del aporreo del llamador, o el del arrastre del adoquín que aguantaba la puerta, o el del choque de la persiana en la pared. El corazón, había que parar el corazón porque su temple igual hacía que la guitarra gritara o que no se la oyera. Pero el concierto se daba. 
Un día nos avisaron del Hospital. Don José estaba en una cama bajo la luz azulada de la tarde. Fue un tiempo corto e infinito en el que no sacó a oreo sus fantasías. Nos miró y le vimos brillar una lágrima, la misma que inunda su memoria y viene a posarse en estas líneas. Lágrima frontera entre la vida y la muerte. Y ya no lo vimos más en el paisaje inacabado del Santafé, sentado en su rincón, allá en sus sueños. 

© Manuel Garrido Palacios

EL CLAN Y OTROS CUENTOS

EL CLAN Y OTROS CUENTOS
Manuel Garrido Palacios
Calima Editores · Palma de Mallorca

Julio Caro Baroja

LOS BAROJA
Julio Caro Baroja

Abro ‘Los Baroja’, libro que don Julio me regaló cuando fui a recogerle el prólogo para mi 'Alosno, palabra cantada', y leo: ‘¡Qué no se habrá dicho de mi tío en esos manuales o en estos artículos tremebundos de hombres con ideas enteras, es decir, con forma de tarugo! Se defendió él, como gato panza arriba, de tanto estúpido desparpajo. Pero, periódicamente, desde que empezó a escribir hasta después de la muerte, se nos sirve la caracterización monda y lironda por el melón de tumo. ¡Qué melonar! -decía Juan Ramón Jiménez refiriéndose a un grupo de hombres de su época, tenidos por selectos-. Yo, ahora, que no siento plaza de exquisito, como el poeta andaluz, me acojo a su recuerdo para repetir la frase, sin que me puedan reprochar que es de mi cosecha y por lo tanto vulgar y chabacana. Sí. Repito: ¡Qué melonar!’.
Abro el libro y leo las notas de su paso por pueblos de Huelva entre 1949 y 50. Dice: ‘No sé cómo hay antropólogos, etnólogos e historiadores que especulan, sin tasa, sobre el «arabismo andaluz». El poder de los tópicos hace que el hombre moderno, el especialista, no vea, ni oiga, ni compare... Yendo por la campiña hacia Huelva poco me acordaba yo de lo árabe. Sí de lo romano; veía las huellas de las planificaciones y urbanizaciones dieciochescas y barrocas, llenas de detalles graciosos, y aquellos campos primorosamente labrados, tan poco berberiscos, pero tan mediterráneos […] En [El Cerro de Andévalo] tuvimos la suerte de encontrar a un hombre admirable, el viejo alcalde don Domingo Márquez, y a tres hermanos, José, Inocente y Gonzalo Delgado, que nos brindaron una hospitalidad generosa. En don Domingo, que en aquella fecha andaría por los setenta años, encontramos un tesoro de tradiciones. Podía hablar de agricultura, de ganadería, de las industrias locales o de la lengua. Bailaba las folias con elegancia. En la trastienda de los hermanos se organizó un pequeño festival de cante inolvidable, y cada uno me dio una versión propia del canto de la tierra. Primero, un joven flaco, aguileño, una versión virtuosa, erótica y sentimental en esencia. Después, un aldeano, rubicundo y juanetudo, cantó de modo dionisíaco y casi burlesco. Después, el alcalde, con poca voz, con una especie de irónica amabilidad dieciochesca. El mayor de los hermanos con más sentido literario, a lo culto. Canciones de mina, de trilla, burlonas, fandangos de los quintos […] La provincia de Huelva era aún un tesoro desconocido, y El Cerro, uno de los pueblos más curiosos de toda Andalucía. Las casas, el mobiliario, los trajes y joyas conservados. Quisiera volver otra vez a El Cerro, para adentrarme más en lo que quede, si es que queda algo, de lo que entrevi. Algo castellano-leonés de un lado, de influjo portugués de otro, muy específicamente de lo andaluz que parece que pasó a América en época colonial. La visita a El Alosno y a La Puebla de Guzmán: otros dos pueblos de los que siempre me acordaré por motivos parecidos y a los que volvimos Foster y yo en primavera. Cada uno, con ser vecinos, tienen una fisonomía distinta. La de El Cerro, más severa; más serrana la de La Puebla, más andaluza de llano la de El Alosno. Aquí tuvimos la suerte de entablar relación con un joven, Manuel Lisardo Bowie, con su madre y su hermana. No puede imaginarse familia andaluza más típica. Sin embargo, la madre, ya anciana, doña Margarita Bowie, era hija de escocés empleado en las minas próximas. No he conocido en mi vida una mujer más despierta para responder a un cuestionario folklórico v que supiera más detalles de los usos, creencias y costumbres de su tierra. Era una especie de doña Cecilia Böhl de Faber en potencia, y a mí lo que me hacía reflexionar más, precisamente, era la similitud de las dos en ser hijas de nórdicos y en tener una conciencia andaluza tan extremada. Porque a doña Margarita se veía que su mundo le encantaba y que por el de sus antepasados nórdicos no tenía curiosidad. Volvimos a ver a la anciana en plena actividad con motivo de la fiesta de la Cruz de Mayo y entonces me dictó fórmulas de medicina popular, de creencias y usos’.
Eso, abro el libro ‘Los Baroja’ y me recreo en un viaje que parece imaginario por el rancio aroma que destila Andévalo, tierra que amo y que tanto me ha dado.

© Manuel Garrido Palacios

Diccionario de palabras de andar por casa


Diccionario de palabras de andar por casa 
(Huelva y provincia)
Manuel Garrido Palacios
        1ª edición 2006        2ª edición 2008     
Calima Editores. Mallorca        Universidad de Huelva 
Una palabra aportada por Juan Delgado

Cuando te metes en un trabajo de investigación se agradece la participación espontánea de quien no persigue otra cosa que aportarte sus conocimientos para que los aproveches según tu criterio. Me refiero ahora al ‘Diccionario de palabras de andar por casa (Huelva y provincia)’ libro con vocación de ocupar un hueco en cada casa y en las bibliotecas públicas. Desde su salida en Palma de Mallorca (y 2ª edición en la Universidad de Huelva) no he dejado de recibir comunicaciones con palabras, interpretaciones, otras acepciones de las que la obra trae y en fin, un enriquecimiento que se va sumando a lo ya hecho y que a su tiempo verá la luz en la 3ª edición. También en la Universidad Complutense de Madrid ha sido incluido en sus referencias para estudios lingüisticos. Me congratula especialmente el interés del Dr. Manuel Alvar por mi humilde obra. Y no quiero dejar de decir que tan gustoso trabajo no hubiera nacido de no mediar el impulso de la mente más privilegiada que he conocido, a cuyo magisterio me atengo: D. Julio Caro Baroja, que me animó a emprenderla.  Me llegó una aportación del gran poeta de la mina, Juan Delgado, que sabía que la Lengua era/es algo vivo que crece o mengua cada día y que está en continuo desarrollo como vehículo primario que es dentro de la sociedad que la sustenta. Algunas palabras ya están en la obra y no cabe hablar de ellas, pero sí de una: 'recurtillo', que podía ser una primera acepción como diminutivo de recurta, aunque la gracia expresiva del pueblo le da vida propia. Se documenta en vivo: «Quería comprar la colcha y como tengo mi recurtillo, me dije: no lo pienso un minuto, me la compro hoy mismito. Y fui y me la traje». De manera que 'recurtillo' viene a ser ese ahorrillo mudo que duerme en los cajones de la cómoda para lo que haga falta, o como dice la labia andevaleña: pa lo que se tercie.

© Manuel Garrido Palacios
© Fotografías de portadas Héctor Garrido

Tina Pavón

Tina Pavón
(Cantaora) 

Esta gran dama del flamenco vino al mundo con la voz hecha para cantar. Trajo en su equipaje esa virtud admirable y luego la vida se la talló sin prisas en el yunque de los años como una labor artesana de las que perduran, de las que dan rotundidad a la belleza, de las que se gozan «en el malva de la tarde»; voz plena de dulzura fresca y antigua salida de todos los tiempos, voz sabia del eco de los caminos, voz que habita a la distancia justa para abarcar los matices que juegan por lo alto y por lo bajo, voz que es pura expresión, que no fuerza el verso: lo moldea, lo mece, lo devuelve enriquecido, lo adorna, lo ama. 
«El hombre siempre en el mar / y el corazón en el viento», canta Tina Pavón en el disco «Luz de Alba», pleno de poemas de Juan Ramón Jiménez, obra en la que pone el alma con toda su carga de sensibilidad y respeto hacia el poeta. Ella se pregunta cantando: «¿Por qué el alma llora tanto?» Las guitarras de José Luis Rodríguez y el Niño Elías le dan tono y la acompañan en la búsqueda de la esencia expresiva. Los coros de Carmen y Olivia y el ritmo leve del Junco le aportan eco y calor a los latidos. 
Lejos de cualquier tópica disciplina, la voz de Tina Pavón lo mismo es torrente ahora que susurro después; voz que, una vez marcado el cauce por donde irá el poema, parece recitar mientras canta, o cantar mientras recita, y todo libremente, sin someterse a formas rígidas en las que la poesía no supiera moverse. Ese rasgo roto previo a los versos de «la soledad amarilla» hacía siglos que no inundaba el ámbito del flamenco. Es desgarrador el verso en labios de Tina Pavón. No sé si a Juan Ramón Jiménez le gustaba o no el flamenco (digamos que un día sí y otro no), pero es posible que se asombrara al sentir poesía sobre su propio poema, que eso es lo que hace la cantaora Tina Pavón, sumar algo bello a lo bello, poner lo grande con lo grande. 
«Se paró el cielo un instante / sobre el negro de los pinos». Tina «va cantando sus sueños por el camino perdío». Habla de cuando escuchaba y aprendía de su abuela, de que a Mairena «se le cayeron dos lagrimones» como uvas la noche que la escuchó en Sevilla, de sus comienzos a los quince años, bendito tiempo en el que ya apuntaba su voz hacia los verdaderos poetas: cito a Jesús Arcensio, del que llegó a cantar dos poemas sin más allá ni más acá que recordar ahora sus versos y hasta entonarlos a media voz: «Entro en la primavera / con mis zapatos rotos». 
Me encontré con Tina Pavón hace pocos años en la puerta del antiguo Mercado del Carmen como si nos hubiéramos puesto de acuerdo para despedirnos del recinto, como si retomáramos una conversación interrumpida hace treinta años, como si el Destino lo hubiera previsto. Y hablamos de este y de otros discos, y de cantaores que la movieron por dentro, y de voces que se enredaron en su estilo, y de su idea de cantar por bulerías el «Viaje infinito» del moguereño. Luego subió a su casa, bajó el disco y durante el resto de la mañana estuve escuchándolo a solas en el estudio. La sensación que me quedó y que conservo es la de decir: «Dichoso el poeta que sea cantado por ella porque es un milagro que se pueda cantar así». 

© Manuel Garrido Palacios