DIENTE DE TIBURÓN

¿Puede un diente de tiburón
evocar una ópera rock?
Selene Garrido

La noticia del hallazgo de un diente fósil de tiburón en un campo de cultivo de Huelva, captó recientemente mi interés con una inexplicable emoción. Me puse a navegar por la Red para profundizar sobre el tema. En este tipo de búsquedas hay que fijar bien el rumbo para no perderse entre tanta información. Si no, es como tirar de un hilo en una caja de costura y sacar una maraña de bobinas enredadas. En la búsqueda, leí anuncios de compra-venta ilegal de dientes de tiburones para coleccionismo y bisutería. También vi fotos de barcos cargados de sus aletas sangrantes e imágenes de estos bellos animales mutilados, agonizantes, en el fondo del mar. Cuando llegué a vídeos caseros de captura deportiva de tintoreras y musolas, di por concluida mi navegación, arrepintiéndome de haber llegado tan lejos.
Buscando visiones más amables, cerré los ojos e imaginé el escenario de la noticia: un campo de cereales dorado por el sol y, en medio, el agricultor observando con curiosidad la pieza encontrada, sus bordes aserrados y su extraña forma triangular ocupando toda la mano. Luego vi al paleontólogo identificándola como fósil de un coloso prehistórico y seguramente agradeciendo al labrador su intuición y su buen hacer.
A veces, la percepción de un estímulo, por muy leve que sea, puede rescatar de la memoria sensaciones en forma de imágenes, olores, sonidos o sabores. Y así fue como me retrotraje a mi infancia en Huelva. Recordé el olor de las espigas secas en verano, el murmullo del viento entre los pinos, la agradable brisa de la marea… Y en medio de esa ensoñación vi mi diminuta mano acariciando una suave punta de sílex.

¿De dónde salió aquella punta de sílex?

Durante los veranos de los setenta y los ochenta, nuestros campos se llenaban de excavaciones: la tierra se agujereaba geométricamente y se acotaba con cinta blanca atada a estacas. Decenas de estudiantes universitarios llegaban y revolvían la tranquila vida de un pueblo que subsistía del ganado, la huerta y la caza.
Al describir este contexto, de nuevo los sentidos y los recuerdos se encadenan y me resulta inevitable asociar aquellas visitas estivales con el musical Jesus Christ Superstar, estrenado en cine en 1973. Algunos exteriores grabados en Israel y Oriente Medio podían equipararse a los del suroeste de la península ibérica, y el desfile de atuendos hippies, bikinis y melenas largas era como el baile de la obertura del film. Huelga decir que por aquellos lares a duras penas habían llegado los aromas de las flores en el pelo y las melodías del ‘Summer of Love’.
El ciclo de lo ocurrido cada año se abría y se cerraba igual que en la gran pantalla: un coche viejo o un autobús descargaba azadas, palas, carretillas y, en definitiva, todo el atrezo. Un elenco de jóvenes con un tutor (profeta en la película, profesor en la excavación) danzaba de un lado a otro midiendo, dibujando y removiendo la tierra durante días. Finalmente, tapaban las excavaciones, recogían todo y se marchaban, dejando de nuevo el lugar de la escena con el silencio sólo interrumpido por el canto de las chicharras.
Los arqueólogos toleraban la presencia de la chiquillería de las casas aledañas, por lo que pasábamos horas sentados sobre los montículos de tierra excavada. Bajo los almendros y las higueras, nuestras gradas de sombra estaban aseguradas a diario para ver aquel fascinante espectáculo. Observábamos cada movimiento e intentábamos entender las conversaciones y la terminología científica. Incluso, a veces, se nos permitía participar en tareas como barrer la tierra con brochas.
Furtivamente, una noche, los niños más mayores escondieron una vieja espada de forja toledana en una de las excavaciones. Sin duda, la función del día siguiente fue la más memorable para nosotros, no para los estudiantes, que no llegaron a perdonar del todo aquella broma tan pesada. La sorpresa, los gritos y el entusiasmo del hallazgo pasaron, en cuestión de segundos, al más terrible bochorno: al profesor le bastó con una simple ojeada para saber que aquel hierro oxidado carecía del más mínimo interés. Mucho tuvimos que rogar y prometer para que nos permitieran volver a aproximarnos a la zona de trabajo.
Mis hermanos me explicaban que la tierra que pisábamos antes había sido la orilla del mar. Sonaba extraño porque aquel suelo tosco y arcilloso nada tenía que ver con la fina arena de la playa, a varios kilómetros de distancia a través de los pinares. Me hablaban de hombres primitivos que ya comían coquinas, como nosotros, y como prueba, me mostraban la asombrosa cantidad de conchas fósiles que salían de las excavaciones. Por nuestras manos pasaron utensilios hechos con piedras y aquellas inolvidables puntas de sílex.
Tuvimos mucha suerte de vivir aquella experiencia por lo que aportó a la impronta de cada uno de nosotros. Evidentemente, con tan corta edad, muchos conceptos nos parecían abstractos e incomprensibles. Ya era difícil entender que nuestra abuela hubiera sido una niña, cuanto más lo que significaban 4.500 años de existencia. Que todos los cacharros de cerámica aparecieran rotos en las excavaciones era, a nuestro parecer, un reto impuesto a los estudiantes para que resolvieran el rompecabezas. También nos preocupaba que el mar pudiera ir y venir mediando tanta distancia. Todo sonaba lejano, misterioso, intrigante, como el nombre que tenían aquellos ancestrales asentamientos: Papa Uvas.
Los humanos que allí habitaron, más o menos en la linde temporal Neolítico-Calcolítico, vivieron de lo mismo que hacía nuestro pueblo en el siglo XX: agricultura, ganadería, caza y marisqueo. Ya tenían animales domésticos: cerdos, ovejas y cabras, y vallaban sus casas, como nosotros. Milenios de vida por medio y poco o nada habíamos cambiado.
Si un diente de tiburón hizo saltar el resorte de unos recuerdos asociados con mi infancia y mis orígenes, no sería exagerado pensar que la memoria asociativa, esa que encadena pensamientos, pudiera jugar un papel importante en el éxito evolutivo del hombre. Puede que los pobladores de Papa Uvas llegaran a ver algún arcaico escualo, bien a lo lejos o bien varado en la playa. Eran tiempos en los que las especies se extinguían o salían adelante por razones que aún estaban lejos del alcance humano. Tendrían que pasar muchos miles de años para que el hombre, en esencia el mismo que afilaba el sílex, fuera capaz de alterar el clima y llevar a animales, como el tiburón, al borde de la extinción. Pero esa ya es otra historia, triste historia que ahora no quiero hilar con tan hermosos recuerdos.

© Selene Garrido