Julio Caro Baroja

Los últimos días de Don Julio 

Agosto de 1995; jueves por más señas. Cenaba con Odón Betanzos en su casa de Mazagón y se nos vino a la palabra la figura de Don Julio Caro Baroja. Le dije que la última noticia la había tenido por teléfono desde Madrid y no era esperanzadora: «Apenas conoce a nadie». Se interesó Odón por saber más de Don Julio y en el ambiente distendido de la sobremesa le conté algunas cosas de primera mano. En 1972 rodaba yo en Lesaka, Navarra, y supe que Don Julio acababa de llegar a Vera. Acostumbrados como estamos a tanto estúpido parapetado tras secretarias, horarios, agendas apretadas y otras lindezas para darse fuste, la primera lección que recibí directamente de quien tanto he aprendido fue que llamé a la puerta de Itzea y la abrió él mismo. Aquella tarde plácida en la biblioteca del piso alto, el paseo por el monte y el rosario de visitas posteriores me mostraron el camino a seguir en el gustoso trabajo de hacer documentales etnográficos; fue el punto de partida de toda investigación en este campo, usara luego la técnica cinematográfica o la plasmara en libros y artículos. Me quedó claro que lo que no suma, resta; que no hay que temer a la anécdota, sino elevarla a categoría, y que el recopilador debe evitar el protagonismo, sacrificar el 'yo' en favor del 'todo'. Debo a Don Julio lo mejor de mi formación, el criterio preciso para sacar adelante los casi 400 títulos entre Raíces, La Duna Móvil, El Bosque Sagrado, Rasgos y cuanto haya hecho o me quede por hacer; su sello está impreso en mi manera de asomarme a cada tema, en mi modo de mostrar el mundo que quiero contar. Lo recuerdo en otra tarde de febrero en Vera, rodando los Carnavales de Lanz y de Zubieta-Ituren. No ponía el gesto solemne para hablar. Solía perder la mirada mientras soltaba su sabiduría como un regalo, generoso regalo... y otras tardes en Madrid, y otras, y tantas. Cuando he asistido a cursos en los que he coincidido con su hermano Pío (Huesca, Logroño...), todo mi afán ha estado, más que en el desarrollo de los actos o en mi intervención, en indagar sobre Don Julio y su tío, Pío Baroja -Ortega dijo de él que era una encrucijada-, cuya personalidad me fascinó de niño y que, sin abandonar la sensación, parece que trasladé al sobrino. Don Julio era el orientador perfecto, sin tonteras ni mandangas; el que proponía siempre que se llamaba: «¿Qué día le conviene?»; el que jamás negó la visita: «Estaré en casa; venga a la hora que quiera». Había quien lo tachaba de «cascarrabias». No. Nunca. Era que no le gustaban los imbéciles puestos a culturizar. No los quería. Su humilde grandeza no los aceptaba. Era tan exigente para el que iba a preguntarle como para él mismo. Al tiempo de dejar un poco los trastos de rodar para ponerme a sacar en libros el fruto de tantos años de correteo, también acudí a él. Fui a verlo con el manuscrito de «Alosno, palabra cantada», y no sólo me lo orientó, sino que le puso subtítulo y le hizo el prólogo. Lo publicó Fondo de Cultura Económica, de México, en 1992 en 1ª edición, y en 2ª en 2007, Los libros que le han seguido, y los que salgan, responden a un proyecto trazado en aquellas conversaciones. Lo que hago es sumar mis palabras a las de cuantos lo quisimos, lo respetamos y escuchamos. Un amplio alumnado. Meses antes me escribió Antonio Cea; en su carta venía una frase definitiva para saber el estado de Don Julio: «Ya no pinta». Más acá, Joaquín Díaz, en Valladolid, me añadió: «Ya no escribe». Todas estas cosas y más, muchas más, se las contaba el jueves de madrugada a Odón Betanzos en su casa de Mazagón. Era la una. La una y diez, para ser exactos, cuando miré el reloj. A las dos moría Don Julio tal como pasó por la vida, sin hacer ruido.

© Manuel Garrido Palacios.