Inolvidable Colegio Francés (Huelva)

VUELTA AL COLEGIO
Concha Castro Fernández

     Volví a mi Colegio después de 50 años. La sombra siniestra de la piqueta ya se cernia sobre él y quise rememorar aquellos ya tan lejanos días de mi infancia, recorriendo todos sus rincones. La proximidad de su destrucción y la idea de que muy pronto, convertido en escombros, iba a desaparecer para siempre el marco que fue testigo de mi niñez, me llenaba de una triste añoranza. Allí, día a día, se fueron fraguando los cimientos sobre los que se formaría mi espíritu, mi ética y mi personalidad, hasta llegar a la adulta que soy. Con la perspectiva que dan los años, reconozco que parte de lo bueno que puede haber en mí, tuvo su comienzo en aquel entorno.
       Llegué para esta postrera y definitiva visita una tarde de Agosto, de esas en que empieza a notarse que los días se acortan. El sol estaba a punto de ponerse y una difusa luz rosada envolvía el ambiente cuando atravesé la vieja cancela de hierro verde que me recordó que junto a ella, a la hora de la salida, solía ponerse Vidal, el conserje siempre amable, benevolente y comprensivo con los chiquillos y sus chiquilladas.
       Entré por la puerta del recreo que subiendo la escalerilla daba acceso al pasillo, la misma en cuyo dintel estaba todavía la campana que marcaba nuestro tiempo colegial con sus toques estridentes. Allí, en lo alto de los escalones, pude comprobar que aquella pequeña atalaya era el lugar idóneo para observar todo cuanto pasaba fuera, por eso, seguramente, era el sitio elegido para vigilar nuestros recreos. A veces era Madame, con su aspecto delicado y elegante, la que nos controlaba sonriente, pero casi siempre lo hacia la alargada figura de Mademoiselle Ivonne.
       Recordé con nitidez su aspecto grisáceo. El pelo gris recogido en una redecilla negra, los ojos grises en los que muy de tarde en tarde asomaba un destello de ternura, el vestido gris de corte monjil que cubría su silueta alta y osificada, la piel cetrina pegada a la nariz afilada… Tan viva apareció su imagen en mi memoria que creí notar su presencia a mi lado y por un momento cerré los ojos. Cuando miré fuera el recreo se había llenado de bulliciosos niños que corrían y alborotaban sobre el pavimento de tierra amarilla en una tarde de primavera. De entre la algarabía y la tenue nube de polvo que levantaban con sus juegos, se destacaba una niña enclenque y llorosa que subía los escalones, compungida, hasta llegar a la profesora y entre hipidos entrecortados, señalando con un dedo acusador a uno de los numerosos niños que alborotan, le decía
          -Mademoiselle,…hip… ese niño…hip… me ha dado…hip… una patá.
          Y desde su imponente altura y su mirada acerada, Mademoiselle corregía con sequedad:
          -No se dice patá, se dice puntapié.
         
Como por arte de magia, ante el gesto adusto y la completa ausencia de conmiseración, a la niña le desaparecían las lágrimas y el dolor de su espinilla y sólo quedabs por un instante boquiabierta antes de retornar a jugar con los demás niños. Sonriendo aún ante la evocación entré en el Colegio. La penumbra del anochecer se hacía presente de improviso y con las primeras sombras llegué a mi clase. Ante la puerta, con la mano puesta en el picaporte, me detuve porque me pareció escuchar al otro lado las voces infantiles que como todas las mañanas, recitaban de carrerilla: “Sistema métrico decimal es el conjunto de pesas y medidas que tiene por base el metro. Se llama decimal porque su base son diez, crecen y decrecen de diez en diez…” Interrumpí mentalmente la retahíla y abrí al fin para entrar en la clase, ¡mi clase! ¡tantas veces recordada cada detalle! Mis ojos emocionados se posaron primero en la mesa de mi querida profesora. Ella supo encontrar dentro de mí, a través de la compleja timidez de niña desgarbada en que estaba envuelta, las cualidades que me acompañaron  a modo de escudo protector a lo largo de mi vida, como mi afición a leer y a escribir mis sentimientos y emociones. Desde esta vieja mesa que contemplaba, en la primera hora de la tarde, mientras los rayos de sol que inundaban el aula, hacían brillar su dorada y larga melena, nos leía cada día, con una de las voces más hermosas que he oído, las páginas clandestinas de Platero y Yo. Luego el libro, traído furtivamente de allende los mares, era guardado celosamente bajo llave para protegerlo de miradas inquisidoras. Ahora reparé en esos detalles y sentí una profunda gratitud hacia esos padres que en plena dictadura tuvieron la osadía de desafiar al Régimen y decidir educar a sus hijos bajo el lema de Libertad, Igualdad y Fraternidad.
       Seguí mirando a mi alrededor y vi que aún permanecían colgados en las paredes pintadas de rosa, los pequeños cuadros con la historia de Blancanieves que un día dibujara un antiguo alumno. También, como reliquias de tiempos pasados y de otra forma de escribir pausada y minuciosa con palillero y pluma, seguían los blancos tinteros de porcelana encajados dentro de los oscuros pupitres de tapas abatibles y bancos adosados. La pizarra negra y grande, apoyada en un caballete de madera a la derecha de la mesa era la misma… y las alargadas ventanas sobre el jardín de Madame que tanta luz proporcionaban a la clase…         

Todo estaba allí, era reconocible, pero ¿por qué lo veía tan distinto?¿Qué había sido del espacio? ¿Por qué se había encogido tanto?¿Tan grande me había vuelto? Comprendí enseguida que lo que ocurría era que yo no lo contemplaba con los ojos de antaño de “hormiguita del desierto”.
       Y abriéndose paso en mi memoria, entre las emociones y los recuerdos que a borbotones sentía que me embargaban, retazos de poesías de Juan Ramón, al que empecé a conocer entrañablemente junto a su Platero, allí mismo, en aquel espacio tan querido, acudieron en mi ayuda para poder expresar mis sentimientos de aquel momento:

Después del primer faltar me pareció un cementerio,
y en todas partes reinaba la soledad y el silencio,
y un aroma confuso de fechas y cifras, me va,
entre luz y sombra, raramente envolviendo;
este instante que ya iba a ser recuerdo, ¿qué es?;
los pies del ser y el estar
por los espacios del tiempo
¡Cuántos recuerdos, cuántos colores!
¡Qué bien, belleza, te descompones!
Y niña me dejaste… 
para que siempre la niña fuera mía…
¡Que tiempo el tiempo!
¿Se fue con la niña Dios huyendo?

© Concha Castro Fernández