Ramón Masats

Ramón Masats
LA MEMORIA SENTADA


Recuerdo algunos sitios en los que estuve con Ramón Masats –aprendiendo, sin perder ripio–: Sa Pobla, Mallorca; Madrid, en clases de montaje (con su bacalao de Revuelta a media mañana o sus calamares al caer la tarde); Sevilla (torerías de Paula o de Curro); San Sebastián (tras el rodaje íbamos a Biarritz a devorar cine; entre otras perlas, cayó en su momento de “aquellos tiempos” la Enmanuelle de rigor; esa noche vinieron a la proyección Teo Roa y Alberto, operador y ayudante de cámara, muertos meses después en Alaska en el accidente de avioneta junto a Félix Rodríguez de la Fuente); sigo: Dublín, la Torre de James Joyce; Portugal, donde nos tocó ir en procesión tras el último participante de una carrera; Guernica y otros pueblos vizcaínos cuando dirigió el espléndido documental “Apuntes vascos”; y Huelva, para la que proyectamos un libro al que un día le daremos forma. Hoy quiero hablar de los cuadros -¿o son fotos?-, o crónicas para un golpe de vista, que cuelga en sus exposiciones. Imágenes que tanto digan en solitario como en conjunto. Tener cerca, aunque sea en leve proporción, la obra de Masats es un lujo cultural de primer orden. Una imagen es un juego complejo de ingenio y de sensibilidad. Una aparente “nada” puede ser un “todo” y viceversa. La técnica sola no basta. Si de un concierto lo que se te queda es el cartel que había al fondo, malo para el artista; si de una película sales alabando más que otra cosa los paisajes, peor. Pero si se va a una exposición de fotografías y se tiene la sensación de haber hecho un viaje por el alma, hay que escribirlo con palabras mayores. Este es el caso. Digo que puede parecer que no pasa nada mientras pasa todo.
El artista es un buscador que encuentra; ve ángulos inéditos, los plasma y de su arte surgen otros mundos que estaban ahí, esperando la mano de nieve. Decía un sabio que aunque sólo fuera un tío montado en un burro, por su puerta pasaba un universo. Eso nos proponen las fotos de Masats, capaces de encerrar en un instante el latido vital que a menudo nos pasa tan callando. La historia de una casa se abre con un clic que recoge el zócalo blanco raído; el desconche de una fachada azulina y el recerco de una puerta componen la bandera de la nostalgia; el pasavolante que alguien da a su interior puede ser un parón, un respiro en el afán, como el roal antesala del umbral de entrada, o la huella de la mezcla con la que se restañan grietas, o se agranda un patio o se parchea una cocina, centro de ese universo. Cada casa lo es. Sólo se necesita verlo, sentirlo y, como en la muestra, captarlo. He ahí lo que quien mire cada imagen puede percibir: un universo íntimo que al mismo tiempo es la forma y que rubrica una mancha irregular amarilla que domina el cuadro, señal simple del paso de los días y de las noches de los que habitan el sitio. Las obras de Ramón Masats son una sugerencia que no se interrumpe. Tienen ruido, alma, pulso, fragancia, voces que permanecen en el interior de cada marco y que si se pone oído, cuentan las historias prietas de humanidad que destila cada una de ellas. Los huecos se han llenado de arte fotográfico y las exposiciones son muescas que se van haciendo en la tarja de la expresión, marcando estas obras los niveles a los que se llega cuando se es capaz de ver la belleza que guarda y da cualquier cosa que antes sólo era aire. Después de filmar miles de fotogramas, el artista aísla uno para compartirlo en muestras así. Y no es sólo valorable la fuente de luz, la incidencia del rayo, el motivo encajado en el cuadro, el impulso por el que aprieta el botón, la emoción que te regala el resultado, ni siquiera el foco fino con el que se ha recogido. En Masats lo importante es todo junto y a la vez; lote de exquisiteces de las que no te hartas, por lo que cualquiera de sus imágenes merece una reflexión serena por lo que representa. En suma, una vez más, un aprendizaje.

© Manuel Garrido Palacios