Pateros

ROCÍO 
(Crónica intemporal)
Manuel Garrido Palacios

Sabe más que la experiencia
y es su cabeza un granero
de sentencias atinadas
en caza de pato y ciervos.
Es yegüerizo de oficio, 
pero aun es mejor patero.
(El cabestreo. A. C. Bocanegra)


A Luis García siempre le debo una cerveza, o tres, sabe Dios. Nunca le saldo la deuda porque su riqueza humana es tan grande que con lo único que se le puede corresponder es con el aprecio. Igual lo encuentro haciendo esculturas en su casa (aves en vuelo o al borde del nido), que anillando zampullines en la marisma, que censando aves desde la avioneta, que a pie del Toruño, bajo el gran acebuche, intercambiando datos con Héctor y otros ornitólogos. Hoy me va a contar cómo era la vida de los pateros: ‘O lo que es lo mismo: los que matábamos patos antes de ser conservacionistas’. Luis es el quinto de una familia de diez hijos. Sus her¬manos mayores aún matan patos, como su padre; sus menores ya no matan, como él. Antes de proteger al pato iba para patero, pero le cogió amor a la marisma y se distanció de sus mayores: ‘...ellos ya disparaban con escopetas chicas a los seis años, muy abiertas las piernas, con la culata apretada como si fuera parte del cuerpo. En casa había ocho, diez escopetas; se cargaban por la boca con pólvora negra, estropajo y una soga de pita; todo se apañaba a base de mortero y maja. La munición eran hierros, tachuelas, puntas, aunque podía reventar el cañón: más de un patero hay manco. Se le echaba perdigón del calibre tres para el ganso, del seis para el pato real, del ocho para la cerceta’. Era el tipo de escopeta que se usaba en los años 40. ‘...estaba hecha por un maestro de la fábrica de tornillos’. Recuerda cuando fue de niño a la finca de ‘un ricacho con mucha tierra por medio’, que dejaba cazar a cambio de una parte de las piezas, y el padre le dijo: ‘Espera que voy a arreglar un asunto’. Al verse amo de la escopeta la cargó un cuarto, se la arrimó al hombro, apuntó a un bando de gorriones y la explosión lo dejó sordo; pero insistió: ‘Voy a cargarla media’. El golpe fue mayor. A la tercera la cargó entera y lo toparon los guardas sin conocimiento. No mató un pájaro y se le fueron las ganas de matarlos hasta hoy, que los cuida en este resto de Paraíso que es Doñana. El patero es el antecesor del ornitólogo, el valor primario de esta ciencia, el primer hombre que vive de los pájaros. Luis viene de bisabuelo, abuelo y padre pateros, que han vivido de los patos, de matar patos, de cambiar patos, de comer patos: ‘Digamos de algo hecho libremente en un mundo donde no había otro trabajo’. La del patero es una historia compleja y con pocos datos. Digamos que el oficio nace y muere con la marisma, extensión inabarcable donde las propiedades se perdían unas con otras. ‘Podía haber veinte fincas, pero nadie tenía claro donde empezaba una y terminaba otra’. El patero cuaja como una especie más dentro de este mundo salvaje; es el depredador más listo en la cadena, adaptado al medio, con su modo de autoabastecerse. ‘Mataba pájaros y te doy carne a cambio de garbanzos o lentejas. Así se sobrevivía. A veces mataba indiscriminadamente, pero hablamos de unos tiempos y de unas marismas con doscientas mil hectáreas. Las especies amenazadas de extinción no le eran rentables: la Naturaleza suele mediar en estas cosas y saca miles de patos frente a tres águilas. Al patero no le interesaba matar un águila real o imperial. Le iba la cantidad. Un tiro valía dinero y no lo podía gastar en un águila, sino en un buen número de pájaros’.

Si al ir de caza la bandada no le parecía suficiente, ‘porque era un trabajo de artesanía’, esperaba horas hasta que hubiera más. Para diez patos, no tiraba, aunque, como en todo, mandaba el hambre. Muchos días se conformaba con lo que fuera: ‘era terrible que no entrara comida en casa’. No había control sobre los pateros, ni ley que limitara sus pasos, aparte de moverse por un terreno difícil. Entre ellos sí existían rivalidades ‘porque solían vivir en el mismo pueblo. En una calle de Los Palacios había diez pateros, y se sabía quién, cómo y cuánto cazaba; no era agradable llevar días sin tirar mientras el vecino traía treinta ánsares. Uno se sentía campeón; otro, desgraciado. Eso, casa con casa’. En un plano más amplio, los pateros se distribuían por zonas. En esta parte de la marisma cazaban unos, en aquella, otros. Más que solaparse, se respetaban, ‘y los puestos tenían sus dueños de caza tradicionales: este es mi terreno, de mi familia, de los míos’. Le sugiero: ‘cuando un niño dice: este es mi perro, esta es mi casa, aprende la primera lección de usurpación de la tierra’. Remata: ‘Pues lo mismo; es así de siempre y para siempre’. Mujeres pateras no han existido. ‘La mujer tiene una importancia vital en la patería, pero en la casa, esperando al hombre para vender o cambiar el monto, administrándolo para evitar días de hambre. La pieza ganada se puede equiparar hoy al sobre con la paga que el hombre trae cada final de mes. Bicho cazable era todo el que se podía convertir en moneda de cambio; por ejemplo: un macho y una hembra de patos reales, una pieza de dos; un par de cercetas con dos patos pequeños, cuatro. Una familia de pateros vivía de la caza. No había dinero, y la gente, aunque quisiera comprar, no podía. Y si los patos no se vendían por caros o por no malvenderlos, era un desastre, un malgasto de esfuerzo’. 
El patero cazaba lo que su tiro abarcara: patos, cigüeñas, grullas, avutardas. ‘Las cigüeñas eran una pieza más porque se entendía la caza como un modo de hacer dinero con cualquier especie. Las mujeres les cortaban pico y patas, las despellejaban y las vendían como avutardas; la carne de cigüeña es rica, la de flamenco mala; la peor es la de morito: único ibis europeo; es agria, como si hubiera estado en vinagre’. Las cigüeñas se concentran para emigrar en grupos de miles, con sus dormideros al atardecer, ‘y se vendían a gente que con un macho de cuadro kilos hecho con arroz hartaban a toda la familia, lo que con un pavo no podían ni pensarlo porque valía diez veces más’. Había quien respetaba a la cigüeña por ser sagrada: trae los niños, y a la golondrina, por quitar las espinas a la corona de Cristo, y, aunque en general no había sentido de la conservación, los pateros paraban de matar algún tiempo especies concretas. ‘Hoy se matan cien veces más patos que antes, pero como deporte, por gente que llega en grandes coches, con escopetas de miras telescópicas. Es otra historia. Veo lo de matar por necesidad, como el patero, pero matar por deporte no lo entiendo. Hoy día no se comen pájaros como no sean perdices, pero se mata más y más dramáticamente que entonces. Aquello era una supervivencia en un mundo hostil. Lo que es difícil de entender es que a las puertas del siglo XXI haya quien mate todo tipo de bichos’. Los pateros tenían una sensibilidad para la veda según ellos la entendían, que era cuando los pájaros estaban criando. La veda era una medida económica; ‘si mataban todo hoy, mañana no había’. Coincidía que durante la veda pillaban algún trabajo agrícola, por lo que no podían atender la caza. En primavera se generaban los cultivos, y eran días de trabajo, cobro y mesa. Pasado ese tiempo había que volver a la caza. Nadie sabía que iba a ocurrir mañana. Antes de ser Parque Nacional, las miles de hectáreas de marisma, corrales y dunas eran un simple cazadero: ‘la caza no se hubiera agotado nunca de llevar el ritmo que llevaba. Hoy los plomos del doce han sido sustituidos por pesticidas que pueden matar cientos de aves en un día’. Tenían su bulla con los que mataban las patas al salir del nido: ‘eran gentes menos cazadoras; es cuando empiezan a intervenir las escopetas de cartucho; mataban lo mismo patas que liebres con lebratos a medio criar. Eso lo repudiaban los pateros’. Es la frontera entre el viejo patero y el cazador moderno. ‘Ahora es más viña sin vallado que entonces’. La técnica del patero no pasó del uso del perro y el caballo. El perro quedaba en el hato y hasta escuchar el sonido del disparo no se movía. El patero iba hasta donde había patos, cargaba la escopeta y ya era cosa de ir tapado detrás del caballo, que llevaba una jáquina, una cuerda que iba del hocico a la mano del patero. Los caballos se preparaban desde que eran potros dando tiros a su lado para que perdieran el miedo, el oído o el espanto; eran tiros con pólvora sola, para no gastar y porque hace más ruido. Así que el patero tras el caballo rodeaba el grupo de patos hasta tenerlos a una mínima distancia de huída, buscaba el sitio donde el tiro fuera una línea en la que podía caer un buen número, ponía la escopeta por encima del caballo con sigilo, pisaba el cabestrillo para que el caballo agachara el morro, como si pastara, y tiraba: ‘un solo tiro era la faena del día o de la semana. Yo le he conocido a mi padre matar de un tiro 120 patos’. Al sentirlo, el perro corría a recoger los patos alicortados, aún vivos; y así traía uno iba por otro, sin matarlos. Cada patero tenía cuatro o cinco perros enseñados. Un depredador sabe que tiene que comer en cualquier época. ‘Se come el nido, los huevos, la madre y el padre. Pero el hombre se fija en que conviene dejar de matar por un tiempo, cierto que para que nazcan más piezas que matar’. El hombre no tenía en el campo bicho que le compitieran en la caza. Sólo las rapaces que sobrevolaban las bandadas hacían que los patos se asustaran y echaran por tierra horas de acecho: ‘cuando el patero creía que le faltaba un minuto para disparar, la pasada de un aguilucho lagunero mandaba todo al cuerno. También podía ser que los patos estuvieran difíciles y el vuelo de una rapaz los agrupara mejor para el tiro’. El patero usaba también muchas trampas que hoy sirven a la ciencia para coger pájaros vivos y estudiarlos, como las costillas de madera y un arco de alambre tenso: ‘un patero podía poner quinientas costillas al día, y eso significaba muchos pájaros muertos. Lo de vivo o muerto depende de si el mecanismo es largo o corto y de la red que lleva el arco. Otro sistema era ir de noche al dormidero de estorninos con la linterna; en una jornada que se diera bien se cogía medio saco de pajaritos’. Además de ser plato seguro, se vendían. ‘Lo difícil era encontrar rábanos o chocolate’. Aunque el patero no salía de la marisma, ‘algunos se planteaban la caza de varios días; iban por vereda hasta Cádiz o a la Janda, no más de 150 kilómetros’. Los patos cazados se ensartaban por los agujeros de la nariz con las mismas plumas y se colgaban del caballo; al llegar al hato, los ponían en el serón o en sacos. ‘Había un patero dedicado a ser el correo, que traía los patos desde los hatos a los pueblos cuando la caza duraba días. Más tarde alguien puso una especie de cámara que los conservaba al fresco en nieve hasta su venta. Esto era una despensa y si a un parado le hacía falta dinero, cazaba y vendía. Así ha sido siempre: según el hambre, así la caza’. Gente de Doñana, El Rocío, Puebla, Los Palacios, Coria, Lebrija, Trebujena y Villafranco nutrían la colonia de pateros. Eran clanes de una profesión que pasaba de padres a hijos. A la familia de Luis la conocían como los Pateros desde el bisabuelo; gente que no podía vivir si su casa no estaba en la linde de la marisma para entrar y salir. Se recuerdan los hermanos Telégrafos, los Marianos, los Prudencia. Era raro ser patero si no se pertenecía a un clan, aunque hay casos de solitarios. En buen tiempo de caza era rentable hacer cuadrillas: ‘era terrible ver a diez pateros en batería’. Las últimas marismas donde tienen presencia los pateros son las de Hato Blanco; allí han de negociar con los dueños de las tierras: de cada tres piezas, una para el dueño y dos para él. Esa es la última fase del patero. ‘Alguna vez se le comparó con el furtivo, que es otra cosa. No era un furtivo porque no existía prohibición. Esto era una gran tierra virgen y, como su presencia no influía, los propietarios lo toleraban. Era raro que un dueño de finca no dejara entrar a un patero. No competían en la caza; eran utilizados como conocedores por aquellos que cazaban por diversión: hacían cazar a los señoritos; era una manera de cobrar y pagar el favor. Un día de caza así podía generarle al patero quince días de caza propia’. Las condiciones de vida empiezan a cambiar a final de los 50 y poco a poco llega la protección. Hoy no tiene sentido ser patero; hay otro nivel de vida y vigilancia; ha menguado el territorio para cazar, la propia caza, y la agricultura ha hecho su conquista. Cuando la marisma se transforma en arrozales en 1945 y se reduce el espacio para el animal, hay pateros que se hacen pescadores en los canales; se adaptan, ponen sus trampas en el agua y en vez de aves cogen anguilas, cangrejos, ‘lo que hay en la última forma de vida libre que queda. Trabajan tres o veinte horas. Las barcas pateras las usaban en Sanlúcar para recoger huevos: otro modo de ganarse la vida por aquí. Un patero era un tío que tenía tanta hambre como imaginación, aunque no todos servían. Pero listo o torpe, le había tocado ser patero en la vida, y patero era. Los Parques Nacionales nacen al tomar conciencia de algo que nos estábamos cargando. En 1964, creo, nace el Parque Nacional de Doñana. Aquí se pasa de unas doscientas mil hectáreas a unas cuarenta mil de parque marismeño, lo que quiere decir que mucha caza queda fuera de la reserva’. Hablamos de una Doñana de hace medio siglo, inimaginable en su extensión, acotada hoy, aún inimaginable. ‘Era un mundo indómito que si el patero hubiera tenido otro trabajo no habría pisado jamás, sólo por no soportar los mosquitos. Mi padre respetó que yo no fuera patero. Jamás tiré con escopeta gorda. Veía los pájaros de otra manera y de muchacho me hice taxidermista. No podía soportar que algo tan hermoso como un pájaro se tirara hecho restos, que no existiera mañana, y quería conservarlo como fuera. A pesar de estar muerto, el pájaro era bello. No sería capaz de comulgar con alguien que se dedicara a la caza. Pero en ese tiempo, si no hubiera tenido otra alternativa, hubiera sido patero, aparte de que valiera o no. La historia te separa o te admite’. Como la propia vida.

© Manuel Garrido Palacios

© Fotos: A. Camoyán, Héctor Garrido, Abelardo Bellido