Juan Carlos de Lara (2 libros)



PASEO DEL CHOCOLATE
Juan Carlos de Lara
Renacimiento
Sevilla

Admiro a quien abre el arca íntima para que los demás se asomen. El poeta lo hace a través de sus versos -transparencias del alma- al dejar en carne viva sus dentros en cada obra. Quizás una hoja en blanco pueda ser todavía el gran poema, pero mientras se llega a esa síntesis, en la magnitud que alcanza un sentimiento hecho verso habita la belleza. Escribir poesía es hablar a tumba abierta. Lo que hay es lo que queda cuando el poema toma rango de frontera entre el sentir y el arte de expresarlo. 
Juan Carlos de Lara tiene voz propia para la poesía y voz heredada por vía directa. Privilegio de los Lara. Casta. Su sabiduría está en ahondar en la voz que le sale de dentro sin rechazar la que le viene de herencia con un golpe de efecto freudiano de los de matar al padre. Conmueve ver cómo la asume y enriquece con ella su estilo, su expresión, su hacer. Encauza en ambas ese río de amor que desemboca en el hijo, las hijas, en su caso, en las que se mira porque completan el cupo de ternura que le tocó en suerte. Son voces, la desnudamente suya y la vestida de herencia, que avanzan paralelas, equidistantes, como líneas de un pentagrama que esperan todos los cantos que le bullen y que quedan por salir. Las dos destilan emoción al leerlas porque es cualidad que traen; las dos excavan insaciables en el estrato de la infancia porque allí suele quedar sepultada por extraños aluviones una hermosa porción de la esencia poética, del jadeo vital, que él sabe inalcanzable.
Sus libros dicen lo que digo: Caminero del aire (1985), Elegía del amor y de la sombra (1987), Antes que el tiempo muera (2000), Memoria del tiempo claro (2008) y sin que termine el año este espléndido Paseo del chocolate, publicado por Renacimiento (Sevilla), que presentó en la librería Beta hace unos días.
Juan Carlos de Lara (Huelva 1965), que recibió de la vida todo esto, ya dice a quien le sigue: “Me haces verdad esa esperanza mía”, como si refrendara en un escueto verso que estamos hechos de pasado, y llena su bagaje de impulsos para el futuro dando las claves de lo efímero a los que le hereden: “Te entregaré lo poco que he reunido: / mi casa, viejos juegos que no olvido / y estos versos que el tiempo hará pedazos”. Al poeta, que “encontrará en tu llanto su despertar auténtico” le “quedará ya siempre / una razón inmensa para vencer el miedo”. Dice el padre a la criatura que abre sus ojos al mundo, de la que pronuncia su “nombre como una bienvenida”: “Mi horizonte tendrá la altura que tú alcances”. Y le añade al alzarla como una copa de Klitias: ”Hoy que estás en mis brazos he podido / desbaratar al fin todas las piezas / de este particular rompecabezas / de vivir sin creer que se ha vivido”. Le confiesa que si: “aún no comprendes lo que te escribo ahora / llenaré tu niñez de poemas”, porque en esta vida “sólo queda sin herida / la infancia y poco más que algún instante”, niñez que “la vivo como si en ella fuera / otra vez a encontrarme con las cosas perdidas”, aunque “el tiempo pasará sin detenerse”
Este gesto del alma que es la poesía, tan minoritario a menos que, como decía -¿quién lo decía?-, te llames Federico, Juan Ramón o Donantonio, plantea en las presentaciones de libros una pregunta que levanta pasiones por un lado e indiferencia por otro -que es otra manera de apasionarse-: ¿Para qué sirve la poesía? La respuesta abarca un espectro tan amplio de ángulos que puede ir de “absolutamente para nada” a “vitalmente necesaria”, según se sea sujeto u objeto de ella, agente activo o pasivo, llegando, incluso, al desprecio de los que jamás accedieron a ella porque nunca surgió en sus paisajes o porque intentaron hacerla con los pies, con la barriga o con la soberbia, a la luz del día o detrás de la cortina del despacho, aunque a simple vista aparezcan bajando de sus olimpos caseros mirando con tono de suficiencia al ingenuo que se atrevió a dar forma bella a su sentimiento verso a verso.
Mejor que remover la cuestión de para qué sirve la poesía, es preferible disfrutarla sin más, como la impresa en el libro Paseo del chocolate, de Juan Carlos de Lara, quien, a manera de epílogo, añade estos versos, que saben al paso de la gamuza sobre lo escrito en la pizarra, a sensación de borrón y cuenta nueva, intento imposible por otra parte, porque la tiza sacó las bellas palabras de algo tan imborrable como lo que hemos sido, y ya le decía a Tasio su velador que sólo somos el pasado más un sueño: “Mis hijas han crecido / y nunca más tendré la altura necesaria / para alcanzarlo todo, / ni volveré a ser fuerte, ni sabio, ni valiente…/ porque muy pronto / las que siempre me han visto de ese modo / descubrirán que no soy así”.
La poesía es como la guitarra del mesón machadiana; diga lo que el autor haya querido decir, a cada uno dirá un “nosequé”, que le moverá la fibra propia, cuya hondura nace en el verso y nadie sabe dónde muere el eco. Y esto es porque el verso no roza la mente. Va de corazón a corazón. Y le basta.



MEMORIA DEL TIEMPO CLARO
Juan Carlos de Lara


Hace unos días ha presentado Juan Carlos de Lara (Huelva, 1965) en la Librería Beta la obra “Memoria del tiempo claro”, una antología de sus versos contenidos en Caminero del aire, 1985, Elegía del amor y de la sombra, 1987 y Antes que el tiempo muera, 2000, editada por Alea Blanca, de Granada. El título sugiere que el libro parece haberlo concebido el poeta en la frontera entre dos épocas: la del tiempo claro y la del tiempo oscuro, la del hasta aquí fue así y la de desde aquí se abren otros postigos, otras puertas, aunque por igual talladas en madera de dudas: “sucede que el pasado / me separa de ti, porque el futuro / no lo miro de frente”. En su casi medio centenar de páginas, claras como el tiempo que pregonan, vemos cómo se aleja la “niñez de cinco y media por el suelo / jugando con la guerra” o “corriendo por la calle y en el cinto / tu espada de madera”, y en paralelo, con una madurez ya apuntada entonces con casta de poeta: “la vida que una tarde se escondía / detrás de mi tristeza”.
En su “carretilla del recuerdo” parece traer Juan Carlos de Lara una plaza heredada, puede que “de las últimas citas” o la de su propia porción de soledad. Plaza marco donde "a la sombra de tu luz, niña morena / mi ilusión se desbarata en tu sonrisa”, donde “los días cruzarán calladamente” mientras la “vida se fue mientras vivía”. En suma: plaza que “por mi soledad te quiero, / por mi soledad la tarde / que busco ya no la encuentro”. 
El bardo se retrata: 

Al filo del recuerdo estoy corriendo
la tarde de una plaza sin palomas;

y define esa frontera que quiere brotar del nombre del libro: 

Y vuelvo hasta una infancia que se esconde
de un otoño olvidado entre las hojas.
Desde el arroyo claro de otro tiempo
llega una madre alegre que me arropa.
Arrópame hoy también con la esperanza
que ayer se me cayó de entre las cosas.

Aún siendo tan claro el tiempo que se desliza en estos poemas, las nubes hacen su presencia y establecen la hondura del paisaje del poeta: 

...porque nunca he perdido la costumbre
de cargar con mi vieja pesadumbre;
a ritmo de dolor,
tu voz me afirma.
Quiero aferrarme a ti
como las raíces a la tierra.
Como a mi propio aliento.
Sin ti me habita la sombra
y este dolor diferente.
Descubrirte en mis latidos,
descifrarte, amanecerte,
sentirte a llamaradas,
deshojarte, conocerte.

Los entendidos en las artes poéticas fijarán su pluma en esto o en lo otro. Incluso en las comas, en los puntos suspensivos. Sea como sea, la mirada del lector nuevo que tuvo el libro en sus manos aún tibio del parto de la imprenta, se llenaría de belleza sólo con repetir en desorden algunos versos de cualquiera de sus páginas:

No bastará mi voz para decirte
qué oscuridad me trae tu lejanía.
Entre las cien paredes de mi cuarto
sólo los ecos de tu amor habitan.

Tiempos claros y oscuros que se solapan; luz radiante y cielo de  tormenta. De quererle hablar a las nubes, el poeta le hubiera dedicado sus versos que dicen que en

la línea circular de tu alegría
en cada verso
dejé mi corazón y el universo
y por volver a ti, yo volvería.


© Manuel Garrido Palacios

Juan Ramón Jiménez, estudiante





Juan Ramón Jiménez, estudiante
(De las migas de Moguer al Instituto de Huelva)
Juan Carlos de Lara Ródenas
Moguer 2012




Juan Carlos de Lara parte en su estudio de cuatro palabras de Platero y yo: ‘llevé al colegio todo’. ¿Qué era ese ‘todo’? Hay un ‘todo’ material en el que cada cosa lleva estampado en tinta azul violáceo un sello: “¿Quedó algo por sellar en mi casa? ¿Qué no era mío? (…) Al día siguiente, ¡con qué prisa alegre llevé al colegio todo!: libros, blusa, sombrero, botas, manos, con el letrero: Juan Ramón Jiménez. Moguer”. Pero Lara Ródenas saca de la cita otros matices poco explorados: “la experiencia escolar tuvo en la vida de Juan Ramón una dimensión extraordinaria”. Alude en el subtítulo a la miga de doña Domitila (parvulario. jardín de infancia, casi-escuela) a la que iban niños de “familia asentada y pudiente”. Ampliando lo local, también existía la miga de los de a pie: rebujina de criaturas que se recogían allí para que las madres y los padres pudieran trabajar en lo que cayera, si caía algo. Era barrera entre estratos sociales. Del ambientemiguero queda el eco de la chiquillería atacando la tabla de multiplicar, o “la salmodia incolora de los rezos cantados, o del deletreo de la cartilla”. De una miga se salía para trabajar. De otra, con perspectivas de estudiar en otros centros. Juan Ramón menciona “a ráfagas” sus vivencias en las migas o escuelas de Moguer; incluso las de su paso por el Instituto de Huelva se diluyen en un “halo poético” que las hace imprecisas. Instituto para cuyo acceso era necesario haber cumplido diez años y aprobar un “examen de doctrina cristiana, lectura, escritura, aritmética y gramática. Algunas de las pruebas a las que se sometió el poeta en 1891 fueron “dividir 16.914 entre 34” y escribir un dictado.
Aparte de “las barajas de naipes con los hierros de los ganaderos en los oros, los cromos de las cajas de tabacos y de las cajas de pasas, las etiquetas de las botellas de vino, los premios del colegio del Puerto, las estampitas del chocolate…”, al poeta le producía desazón la escuela, “a la que celebra no ir los días de purgante”. Anota Lara Ródenas que “en las aulas del Colegio de San José tenían cabida alumnos pobres en un número fijado por el Ayuntamiento. Así, junto a los ricos como Juan Ramón, su hermano Eustaquio o Francisco Ruiz, “que tenía su sello en una cajita de plata”, JRJ nombra a Nicolás Rivero, hijo de jabonero y “pobre”, a Juanito Betún, “corazón con semilla de ideal” o al Marinerito, siempre dispuesto a hacer algo que divirtiera a los niños ricos: “cuyas gracias reía con una admiración infantil. Perdía, queriendo, en los juegos; hacía el burro en el salto” o decía que había sido él cuando se cometía una falta. A pesar de los aburrimientos escolares, “Juan Ramón fue buen alumno”, llamado en el colegio “uno de los siete sabios de Grecia” –precisa Lara.
Es el de San Luis Gonzaga, de El Puerto, donde sigue con el bachiller, el que le aporta gran “caudal de experiencias y páginas literarias” en comparación con el ‘todo’ anterior. Puede que sea ahí donde trace “sus primeros versos”, ya fuera de la tutela familiar” (aunque su hermano Eustaquio va con él) y que “el ambiente jesuítico” encaje más con su personalidad “solitaria e introvertida”. Escribe: “Había en el jardín de mi casa un pequeño bosque de plátanos y araucarias, y a la tarde, cuando volvía del colejio, toda mi delicia era ocultarme entre el verdor, ya transparente del oro del sol de las cinco”.
Lara Ródenas cubre con datos ese ‘todo’ lleno de “lagunas documentales, silencios, errores biográficos y olvidos del poeta”, dando rango a “un escenario y un tiempo” que tanta importancia “tuvieron en la temprana formación intelectual de Juan Ramón”. Así ha sacado a la luz “con tendencia a la exhaustividad”, toda la información hallada sobre el tema y las palabras que Juan Ramón fue diseminando en su obra sobre sus vivencias como colegial en Moguer y Huelva, sin duda, “parte esencial de su construcción biográfica”. Lara hurga minuciosamente en el tiempo que refleja y le da un orden clarificador. Tras la Introducción en la que habla de la miga de doña Domitila y del aula de doña Benita, sigue por el Colegio de San José, de Moguer, Las Huelvas de los exámenes, El Instituto y Los cursos 1891-1894. Como colofón ofrece un excelente corpus documental y la bibliografía sucinta.
Para cerrar su trabajo cita a Bécquer cuando dice que “un libro que él escribiera no podía ser muy largo. Salvando las distancias, creo que tampoco uno mío”. Tienen sus razones ambos poetas, igual que quien crea lo contrario o no crea nada. En un coloquio tras el estreno de Novecento, Bertolucci dijo que ‘todo’ tenía su ambivalencia; “una obra podía durar un minuto o un día, medir una pulgada o un metro, contener una palabra o un millón”. El libro de Juan Carlos de Lara está en su justa medida. El ritmo interior la propicia, la sensibilidad de poeta la ajusta. Su trabajo sobre ese gran Árbol de la Poesía bajo el que se guarecieron generaciones, nos lleva a un tiempo mágico que, por pasar tan deprisa, parece que ni existió.
Los silencios sobre los años que maneja se unen a los posteriores a su marcha. Puede que, previo al Nobel, tuviera en su tierra una calle con su nombre. La de hoy era antes Cánovas del Castillo. No sé si tenía sitio o no más allá de los corazones. Pero se le hizo uno, profundo y oscuro, de dos metros de largo cuando lo trajeron. Él no vino. En la película “Juan Ramón de Fondo” se incluye la imagen de su entierro. Es Julio Caro Baroja quien lo lleva sobre su hombro izquierdo por las calles calladas de Moguer. 


© Manuel Garrido Palacios