Miguel Á. Núñez Beltrán






EL MAGISTRAL HEREJE
Miguel A. Núñez Beltrán





Miguel Ángel Núñez Beltrán nace en Tórtoles de Esgueva, Burgos, en 1955, se doctora en Historia en la Universidad hispalense con La Oratoria Sagrada, y, según confiesa, es andaluz de adopción. En dos trazos corrige un viejo refrán y lo deja en “Con quien naces y con quien paces”, sin exclusiones. Aparte de su tarea investigadora en la Historia de las Mentalidades y en la Edad Moderna, tras publicar varios libros dentro de este ámbito, escribe su primera novela: El magistral hereje. 
Sus páginas retratan la vida de un personaje caído en desgracia por la intolerancia. Una vez más, es la síntesis de una triste historia. Se trata de Constantino Ponce de la Fuente, de San Clemente de la Mancha, formado en la Universidad de Alcalá, que aparece en “la Sevilla esplendorosa del siglo XVI: uno de los focos del humanismo erasmista”, con tanta fama de buen predicador, que Felipe II hace que lo acompañe en su viaje a los Países Bajos; tiempo también en el que sobrevuela estas latitudes la larga mano de la Inquisición parando todo latido de renovación religiosa y cultural, cuya mirada represiva no pierde de vista ninguno de sus brillos. Fruto de tan agudo mirar es su decisión de cortar las alas de su palabra y, de paso, de su existencia, por lo que recluye a Ponce en la cárcel del Castillo de San Jorge en Triana.
La novela de Núñez Beltrán no se queda en narrar literariamente los avatares de su personaje, sino que apunta a una escenificación en la que el temor se transforma en terror y la sorpresa en temblor de muerte. En el capítulo de inicio, tras datar la escena en 1558, dice: “Las huestes del santo oficio irrumpieron en la calle de la Cerrajería y asaltaron, en medio de un gran alboroto, la casa del doctor Constantino Ponce. El magistral, con un libro en las manos, no opuso resistencia. Se levantó del sillón y con paso solemne quiso dirigirse a la puerta de una habitación contigua. Un soldado se lo impidió. Constantino se acerco a una estantería de libros para coger algunos, pero la justicia inquisitorial se lo prohibió. Los ojos del doctor Ponce escudriñaron el rostro ruborizado del alguacil, conocido suyo. En ese instante dos de la soldadesca lo sacaron a la calle. La algarabía del público y el silencio impotente del magistral recrudecían la tensión del momento. La severa y pacífica mirada del maestro recordaba a los discípulos los augurios que les había anunciado: el acecho de la Inquisición llevaba al aprisionamiento. En la marcha hacia el Castillo de Triana, su figura mayestática, flanqueada por guardia armada, caminaba delante de un gentío que profería gritos contra la Inquisición En la Puerta de Triana, una segunda guardia frenaba el paso de los adeptos al magistral. La comitiva atravesó el puente de barcas. Trescientos pasos de despedida para los discípulos y de incertidumbre para el maestro. Al entrar en el Castillo se adueñó de él un tormento interior. Sabía que comenzaba un tiempo de interrogatorios sin sentido, de acusaciones veladas, de tortura espiritual, de soledad. Le confortaban su fe y la confianza en sus amigos del cabildo, que conocían su honradez y su rectitud. Pero esto no le ocultaba nubarrones de dudas. Tiempo al tiempo, entre las gentes de Sevilla el espíritu de Constantino comenzaba a abatirse; el entusiasmo se hizo miedo, confusión, aún habiendo promovido antes algaradas ante los muros de Triana. Y no tardó mucho la masa en ponerse de parte de la Inquisición hasta con coplas como esta: “Viva la fe de Cristo / y la Santa Inquisición, / y quemen a Constantino / por perro engañador”.
Es el primero de una serie de días, bien contados en la novela, en los que se suceden torturas, juicios, condena y final: “El veintidós de diciembre de mil quinientos sesenta hubo un nuevo auto de fe. Por las calles de Sevilla los reos fueron objeto de improperios y pedradas lanzadas por los fanáticos. No se libraron las efigies que se erguían junto a los restos de las personas que representaban. Cristóbal Bernáldez conducía el pollino que cargaba con los despojos de Constantino. En la plaza de San Francisco se escuchó la sentencia: ‘…declaramos haber perpetrado y cometido el dicho Constantino Ponce los delitos de herejía y apostasía, de que fue acusado, y haber .sido muerto hereje apóstata, excomulgado, y por tal pronunciamos y dañamos su memoria y su fama. Y mandamos que sea sacada al cadalso una estatua que represente su persona, con coraza de condenado y con un sambenito que por una parte tenga sus insignias y por la otra un letrero con su nombre. Después de ser leída esta sentencia, sus huesos sean desenterrados y quemados públicamente en detestación de tan graves delitos, y quitar y raer cualquier título, si lo tuviese sobre su sepultura, de manera que no quede memoria de Constantino sobre la faz de la tierra, salvo de nuestra sentencia y de la ejecución”.
Como broche, exhumaron el cuerpo, aún en corrupción, lo metieron en una caja asfaltada para evitar olores, lo quemaron y arrojaron sus cenizas a la cloaca de la ciudad.
En el campo de honor del progreso y la renovación, estos varales siguen tirando del carro de la sociedad, salvando baches, pero sin dejar de avanzar; lo exige la naturaleza humana. Detrás queda el eco de una persecución ideológica más: “Tú piensas así, o creo, o me han dicho, o me conviene que sea así para tener motivos; pues ahora yo te anulo, te destruyo”.
Si; quedan el eco y las huellas en forma de recreaciones literarias, como El magistral hereje, dando testimonio de que tan duro es el camino de la libertad de pensamiento, que un hilo de sangre y otro de infamias se han convertido, a lo largo de la historia, en sus propias lindes.

© Manuel Garrido Palacios