Manuel Moya







LAS CENIZAS DE ABRIL
XII Premio Unicaja de Novela Fernando Quiñones
Alianza Editorial, 2011




“Podré olvidarme de los demás días de mi existencia, pero no de aquellos en los que me dejé envolver por la locura del 25 de abril. Cuando miro hacia atrás y hago recuento de los distintos episodios de mi existencia, sólo atisbo unos breves instantes de resplandor, y uno de esos pocos instantes es éste, en el que, de pronto, todo lo imposible se hizo posible”.
Sophía acaba de suicidarse en un hotel de París. Ha dejado a un amigo el encargo de rescatar su maleta donde se guardan ciertas claves que conciernen a sus vidas. Corren los tiempos previos a la Revolución de los Claveles cuando Sophia, una joven de familia acomodada, se enamora de Fernando, un idealista radical que transforma su percepción de la vida social y política portuguesa.
Crecidos en una Angola azotada por las guerras coloniales, ambos se implican en la lucha contra la dictadura, formando un comando terrorista cuya misión será secuestrar a un agente de la PIDE, la temida policía política, que les anda siguiendo los pasos. Sin embargo, la información que obtienen de su secuestrado les revela no sólo sus métodos expeditivos, sino también una cuestión personal que alterará de forma irreversible sus existencias.
Las cenizas de abril, construida como una inquietante novela de intriga, está narrada desde la perspectiva de un joven exiliado en París que se adentra en las peripecias, sueños y desencantos de cuatro personajes, víctimas de unos tiempos oscuros en los que aún cabe la esperanza de la revolución y el fin de la dictadura. Con una estructura de saltos retrospectivos, llena de sugerentes descripciones, Manuel Moya esboza todo un fresco de la sociedad portuguesa de la época que bien podría ser también la española. El autor nos introduce en los mecanismos de un régimen perverso que, enrocado en sí mismo, se encamina hacia su ocaso, para desembocar en esos días maravillosos e irrepetibles que siguieron al 25 de abril, la Revolución de los Claveles, tan sobrecargados de ilusiones como de sombríos desengaños.

© Editorial.







LA TIERRA NEGRA




Venía el hombre tristón tras hablar con la nieta de María, que le había mostrado la carta que le escribió el abuelo Joaquín poco antes de ser fusilado contra las tapias de cualquier cementerio. Escritura a mal lápiz y peor papel que había tenido que pagar comulgando en la celda. “Si me vais a matar igual, ¿para qué la comunión?”, preguntó. “Comulga y no te hagas líos de cabeza”, le respondieron. “¿Seguro que si comulgo recibirá la carta mi María?” “¡Faltara más! ¿Es que no tenemos palabra?”.
Venía el hombre por la calle de la gran ciudad setenta años después de que Joaquín hubiera escrito la carta y le hubieran estampado las entrañas contra el paredón rato más tarde. Setenta años después de que María recibiera la carta en la que Joaquín se despedía, carta en la que le habían obligado a añadir un párrafo que dejara claro que lo habían tratado bien. Setenta años después de que el que le llevó la carta obligara a Maria a beber ricino por no estar conforme con el crimen.
Venía el hombre bajo de ánimo cuando el cartero le entregó un paquete con un libro: La tierrra negra, una novela escrita por Manuel Moya, en su Fuenteheridos natal y vital, dedicada a quienes, como la nieta de María, combaten a su manera la impunidad, a quienes buscan a sus muertos, a quienes sienten la historia no como “cuatro cosas que pasaron, ¡qué le vamos a hacer!”, sino como muescas de dolor, injusticia y sangre.
Se le agolpaban al hombre ¿qué historias? contadas por ¿cuánta gente? en Dios sabe dónde. Historias de ricino y pólvora, de cales salpicadas al alba, de ayes y de infamias. Y acudían a su mente las páginas escritas por María Dolores Ferrero Blanco sobre la resistencia rural en el suroeste andaluz en La historia del año de los tiros (la infamia no tiene fecha fija), o los sucesos de El Campillo durante la maldita guerra -¡malditas todas!- en la que hurga el denso, emocionante libro de Manuel Moya.
Venía pensando en estas cosas cuando la novela lo llevó por más caminos del pasado, por páginas que traían a los protagonistas a su sala, a su cocina, a su patio para ser parte de ese catálogo de atrocidades que conforman la pequeña gran historia de los pueblos; historia sin mayúscula y pintada en rojo, que no es más que la partida mortal de unos contra otros, hoy venganza, mañana fusilamiento, pasado silencio; algo que cuesta traducir a palabras y que en el caso de este libro el autor lo ha hecho soberanamente mojando en la tinta del corazón.
La tierra negra, editada por Guadalturia, escrita por alguien que tanta cultura ha movido en este ámbito, Manuel Moya –narrador, poeta, crítico, traductor–, es la trágica sucesión de hechos de unos fugitivos en el paisaje de la Guerra Civil; gente que permaneció oculta en la recóndita Sierra por toda una eternidad de siete años. Voces que sólo al morir uno de ellos alzaron el tono y levantaron la cabeza para que fuera enterrado “como se entierran a las personas”.
Este es el eje sobre el que gira la historia que se cuenta. Es como un cuerpo que en su interior guarda toda la complejidad del conflicto que se vivía, de las circunstancias que rodeaban el momento. La novela deja en el lector el perfil de la anatomía del odio, y siempre la infamia, y el dolor, y la sangre, y la tenaz linde con un letrero invisible marcando que “ese muerto no era de los nuestros”. Alrededor de esto van las aspas de treinta y dos capítulos y una nota de cierre removiendo los aires irrespirables de un paisaje en un tiempo determinado.
Manuel Moya, que tanto ha dado (hasta dos poetas en uno) nos sorprende ahora con esta novela, de la que él dice que los hechos de los que se nutre “son aproximadamente reales o, mejor, casi nada de lo que cuento es rigurosamente verdad, si bien, los cinco "topos" existieron (eran naturales de Navahermosa, Galaroza y La Nava). He sentido mucho más interés por la realidad simbólica que por el rigor histórico. De haber querido hacer historia, habría emprendido una investigación. Sólo he pretendido escribir una novela que hable de la dignidad, y la dignidad muy raramente habita fuera del corazón palpitante de las mujeres y de los hombres”.
Venía el hombre tristón y de pronto topó con esta ¿realidad simbólica? plasmada en una de las novelas más duras e intensas escritas en los últimos tiempos.

© Manuel Garrido Palacios

Camilo José Cela

Vagabundo por el Condado de Niebla.
Primer viaje andaluz (Madrid, 1959)








...el vagabundo, por el aire, ve pasar tres aeroplanos que van como locos y envueltos en un ruido atemorizador. El gavilán y el palomo burraco que le huía, huyeron juntos: espantados los dos del ave del diablo que habían inventado los hombres.
-¡Van cagando rayos, maestro!
-¡Y usted que lo diga, compadre!
El vagabundo se fue a almorzar de lo que llevaba puesto -que no era mucho- y de los higos que la Divina Providencia colocó a sus alcances -y que eran tantos que no se daban comidos-, más allá del paso a nivel del tren minero y a orillas del cauce del Chorrito, que queda a más del medio y abierto camino de Gibraleón a Cartaya. El Chorrito es vena de agua que cae al Odiel por Aljaraque, frente a Huelva y sus islas.
Un hombre jinete y un burrillo rucio, pasó camino de Cartaya.
-¡Muy grande me parece usted para higuerero, amigo!.
El vagabundo disimuló como pudo.
-No se fíe usted de tamaños, patrón; ahora andan las cosas muy revueltas.
-Ya lo veo, ya...
Cartaya, más allá del arroyo Sorbijo, que viene del rincón al que llaman Canito, es pueblo lleno de luz y de tradiciones marineras. Juan Vizcaino y Rodrigo Talafar y Alonso Rodríguez, anduvieron en lo del descubrimiento de América.
El vagabundo, en Cartaya, tiene un amigo que se llama Roque Redondo Méndez y es talabartero. Roque Redondo Méndez, por eso de que llegó durante la guerra a brigada de intendencia, prefiere que le llamen don Roque. La gente -¡qué mala es la gente y qué poco les hubiera costado a todos el complacer al amigo del vagabundo!-, en vez de llamarle don Roque o, por lo menos, Roque, le dicen Espantible.
-¡Al primero que me llame Espantible lo mato! -dijo don Roque un día que se ajumó.
Desde entonces, claro es, le llama Espantible todo el mundo. Que el vagabundo sepa, don Roque todavia no mató a nadie.
Cartaya es tierra de marismas, como Huelva; estos países en los que la tierra y el mar se casan, o se aconchaban, y viven juntos y confundidos, suelen ser cuna de buenos navegadores.
Espantible, vamos, don Roque, invitó al vagabundo a una copita de vino; el vagabundo, en prueba de su reconocimiento, le llamó don Roque.
-¡Qué gordo está usted, don Roque, y que buen pelo cría!.
El río Piedras, para vaciarse en la mar. forma un estero bien guardado de los vientos y otras inclemencias.
Espantible puso un gesto de tonto de escalafón.
-¡La buena vida, amigo mío, la buena vida...! Qué, ¿me acepta usted otra copita?
-¡Hombre, don Roque, no le voy a desairar a usted!.
El río Piedras baja lento y solemne, perezoso y señor. El arroyo del Tariquejo va al rio Piedras. Y la cañada de los Hor nos. y el carío de la Rivera, y los esteros del Carbón y de los Tejares, y el arroyo Sorbijo -que ya saltó el vagabundo- y el Margarita y el Pozuelo.
Espantible se infló como una novla talluda.
-¿Y alguna tapa..., mojama, huevas, cangrejos, pescado frito?
-¡Hombre, don Roque, me pone usted en un compromiso! ¡Yo, a usted, no le puedo decir que no!
El río Piedras sale a la mar por el faro del Rompido. Desde el Rompido a Punta Umbría, entre pinos, toda la playa es cartayera.
Espantible empezó a babear.
-Mire usted, amigo, yo creo que lo mejor es que cenemos juntos.
-Bueno, don Roque, todo llegará; ahora estamos bien por aquí por los bares, don Roque.
Los pescadores de Cartaya se traen a tierra el robalo, el choco y el lenguado.
Espantible rompió a bizquear.
-¡Tiene usted razón! ¡Cada cosa a su tiempo! Pero usted cena conmigo, ¿eh?
-¡Don Roque!.
Por este campo crecen el eucaliptus y el pino, el naranjo y la vid, la higuera y el almendro.
Espantible comenzó a sentir fenómenos de levitación.
-Sí, sí..., usted cena conmigo, ¡no faltaría más! Pero ahora vamos a tomarnos un aperitivo que quede bien.
-¡¡Don Roque!!
Cartaya es pueblo que reza a San Pedro, el pescador, hoy
guardián de las puertas del cielo.
Don Roque se volvió al mostrador.
-¡Niño! ¡Una botella de San Patricio y todo lo que haya para picar!
-¡Va en seguida!
Don Rqque y el vagabundo, por mor de las tapas, estuvieron esquilmando cocinas tabernarias desde las seis haste las diez.
-¿Otra copita?
-¡A su salud, don Roque!
El vagabundo llegó a la cena en no muy buenas condiciones. Sin embargo, y como en su cartilla bien claro se dice que la única causa noble para no comer es la de no tener que comer, el vagabundo -una mano en la pared y dos dedos de la otra en el gañote, pero por dentro- devolvió a Cartaya lo que era de Cartaya y se quedó como nuevo.
La señora de don Roque, doña Ana Fleming Parreño, naturaI de Valvercle del Camino, el pueblo de los zapateros, obsequió al vagabundo con unos chocos con habas de las cuales guardará eterna memoria, junto a su gratitud eterna.
El choco es un calamar berrendo en marisco y un bocado de finísimos gustos. Los chocos con habas se cocinan friendo unos dientes de ajo en aceite, tan abundante como abrasador, y echando encima de todo los chocos cortados en pedacitos, se revuelven bien y, al medio cuarto de hora o poco más, se le añaden las habas y algo de agua caliente; se revuelve con cuidado, se tapa no del todo y, cuando el agua se fue ya por el aire, se sirve al afortunado a quien se ha de servir.
-¡Bendito sea Nuestro Señor Santiago que, de vez en cuando, nos permite despertar el bandujo!
El vagabundo, aquella noche, durmió en casa de don Roque. Su señora era muy amable y, al día siguiente, le dio de desayunar y hasta le permitió que se lavara los pies. ¡Qué fecha más señalada, la del encuentro con don Roque, en la vida del vagabundo!
De Cartaya a Lepe no hay más que una legua, fácil de andar aunque el terreno, a veces, sea algo escarpadillo. Quien quiera higos de Lepe, que trepe...


© Camilo José Cela

Alfredo Bryce Echenique







Hotel Tartesos
Alfredo Bryce Echenique
Revista Quehacer nº 123. Lima, Perú




Durante el tiempo que estuvimos casados, Maggie y yo salíamos disparados rumbo a España, cada verano, no bien terminábamos con nuestras obligaciones en París. Spain is different era el muy turístico y exitoso eslogan que, año tras año, a partir de los sesenta, iba aumentando considerablemente el número de extranjeros que empezaba a visitar una España tan tristona como llena de playas y de sol. Sin embargo, aquello de Spain is different tenía una connotación muy especial para Maggie y para mí. La gran diferencia, para nosotros, estaba sobre todo en un franco francés muy fuerte, en una peseta española muy débil, y en unos precios de ganga que nos permitían pasarnos tres meses vagabundeando de un extremo a otro del país, con los poquísimos francos que habíamos logrado mantener bajo nuestro colchón parisino, durante nueve meses de cinturones ajustados.
Maggie disponía de una beca eternamente renovable, debido al enamoramiento profundo de uno de sus profesores de la Escuela Nacional de Cooperativismo, un capo de esa institución, además, y yo de celos ni pío porque aquellos centenares de francos eran una de las cuatro patas sobre las que se apoyaba la mesa de nuestra supervivencia en París. Yo era lector en la universidad de Nanterre y, al mismo tiempo, enseñaba idiomas en un colejucho que pagaba con dinero negro a sus profesores. En ambos lugares, sólo cobraba mi sueldo durante los nueve meses de clases, y, después, arrégleselas usted como pueda hasta el próximo otoño, señor Bryce... Y, además, ya sabe usted: si no le conviene, etc...
También Maggie daba clases de castellano en el destartalado colejucho aquel de la rue des Francs Bourgeois, en pleno barrio del Marais. Le cedí las mías, al entrar yo de lector a Nanterre, en 1968, y conservé mis clases de alemán e italiano. Pero bueno, ¿con cuánto lográbamos vivir ella y yo en París, por aquello años? Yo diría que con unos trescientos a cuatrocientos dólares mensuales, menos en julio, agosto y septiembre, claro. Nuestros meses de verano dependían cien por ciento de nuestro colchón y del entonces tan difundido Spain is different.
Y así, en vagones de tercera y pensiones de mala muerte, íbamos Maggie y yo atravesando la geografía española, de norte a sur, de este a oeste. Recuerdo incluso las pensiones aquellas de cincuenta pesetas la noche, en que por un lado dormían las mujeres y por otro los hombres, en dos gigantescas habitaciones de altísimos techos, con tan sólo un lejanísimo mingitorio, su lavatorito de metal enlosado, siempre blanco, siempre enano, siempre desportillado, y dos interminables hileras de camas pegadas a las paredes, a menudo apiñadas, pestilentes siempre.
No es éste el momento de ponerse a pensar en lo felices que éramos Maggie y yo, a pesar de tantas incomodidades y privaciones. Pero bueno, ya que lo he pensado, lo digo, y lo digo con emoción e inmensa ternura por aquellos años: éramos tan pobres como felices y disfrutábamos como nadie de aquellos interminables vagabundeos españoles, tirando monedas al aire para ver si seguíamos hacia el sur, hacia el norte, o hacia la frontera con Portugal. Dos grandes aficiones nos unían: los toros y el flamenco, y muy a menudo nos limitábamos a una sola comida al día, con tal de poder pagarnos un par de asientos de sol en una plaza de Málaga, por ejemplo, o de costearnos el ingreso a aquellos maravillosos festivales de flamenco que, en una sola noche, reunían en algún escenario privilegiado -recuerdo, entre otros, el alcazaba de Almería y sus maravillosos jardines-, a un Antonio Mairena, un Fosforito, a un jovencísimo José Menese que ya empezaba a sorprendernos a todos por su seriedad y su poderío.
Comer más o menos nunca fue un problema para Maggie o para mí. Problema, y grave, era en cambio el del aseo, pues muy a menudo las pensiones en que nos alojábamos carecían incluso de un lugar donde podernos pegar un baño de esponja, siquiera. Y encontrarse con una ducha era algo tan poco frecuente que, la verdad, más parecía un espejismo en esas tierras secas y áridas del sur de España. O sea que Maggie y yo optamos por comer menos, aún, y por darnos el lujo de pagar un hotel como Dios manda, no bien sentíamos que la necesidad de un buen baño, un jabón sin estrenar, un champú de marca, y unas toallas decentes, empezaba a ser realmente apremiante.
Nunca olvidaré el pánico que Maggie y yo sentíamos cuando entrábamos a un hotel de tres, de cuatro estrellas, y pedíamos una habitación doble. Y cómo olvidar el pavor con que, no bien se marchaba el botones que nos había subido el paupérrimo equipaje, corríamos a ver el precio de la habitación, colgado ahí en la puerta del cuarto. ¿Podíamos o no podíamos pagar? Bueno, apretándonos aún más los cinturones, sí podíamos. Con las justas, pero sí podíamos. Y ahora a bañarse, bañarse y bañarse. Y a hacer el amor en la bañera y a volvernos a jabonar, a enjuagar. Y a lavar nuestra ropa y a hacer nuevamente el amor en la bañera y en la cama, hasta quedar exhaustos, pero siempre felices en esa habitación que parecía el cielo comparada con las de las pensiones que frecuentábamos, con esas camas de colchón de paja y un millón de baches y de bultos, más el maldito somier de alambre de púas, o casi.
Nuestra primera llegada a Huelva coincidió con la apertura del entonces mejor hotel de la ciudad, el Tartesos, que de pronto como que se cruzó en nuestro camino, nunca lo olvidaré. Y Maggie y yo estábamos tan inmundos que, sin pensarlo dos veces, nos dirigimos a la recepción, en busca de una habitación doble y de ese baño que estábamos necesitando a gritos. Pero, horror de horrores: ya estábamos registrados en el hotel, ya habíamos entrado a nuestra habitación, y ya habíamos visto aquel baño tan soñado como indispensable, cuando la lista de tarifas que colgaba en la puerta nos mostró que ésa y todas las habitaciones del Tartesos estaban totalmente fuera de nuestras posibilidades.
-¿Y ahora qué hacemos, Alfredo?- me preguntó Maggie, robándome la oportunidad de hacerle a ella exactamente la misma pregunta.
-Por lo pronto, nos bañamos, amor- le dije, tras una breve reflexión. Y añadí-: Si de todos modos nos van a botar a patadas, o nos van a mandar a la comisaría, al menos estemos limpiecitos cuando llegue el momento. Y como ese momento va a llegar, pase lo que pase y hagamos lo que hagamos, aprovechemos para darnos una buena panzada en el comedor, esta noche, y para luego dormir a pierna suelta.
-Y mañana es otro día -sonrió Maggie, disponiéndose a abrir su mísera maleta.
-Tú lo has dicho, mi amor: Mañana sí que será otro día.
Mañana empezó esa misma noche y duró cuatro maravillosos días. Y mañana empezó cuando, ya bañadísimos y repletos de consumado amor, Maggie y yo decidimos bajar al comedor del hotel, darnos la comilona del verano, dormir, luego, y, al día siguiente, tras un desayuno como Dios manda, presentarnos en la recepción del Tartesos y confesar nuestro delito. Quiso Dios, sin embargo, que fuese otro nuestro destino, y que Maggie, tan alta como linda, tomase la delantera en las escaleras que llevaban a la planta baja, donde se hallaba el comedor. Y ya andábamos por los últimos escalones, cuando el rejoneador Ángel Peralta, que regresaba triunfal de la plaza de toros, rodeado de decenas de admiradores y llevando aún en las manos las orejas y el rabo que acababa de cortar, divisó a Maggie, mas no a su esposo, ya que éste se encontraba unos pasos más arriba y aún no podía divisársele desde el vestíbulo del hotel. Eufórico como estaba con su triunfo, Ángel Peralta se arrancó con un verdadero diccionario de piropos, íntegramente dirigidos a Maggie por supuesto. Y ya andaba por la jota, digamos, cuando apareció mi furibunda cabezota y quedó más claro que el agua que yo era el agraviadísimo consorte de aquella linda muchacha de la escalera.
Lo mío, por consiguiente, era desafiar a duelo a Ángel Peralta, o, lo que resultaba bastante más fácil e inmediato, arrojármele encima a puñetazo limpio. Y ya iba a optar por lo segundo, cuando el rejoneador me vio, lo entendió todo en un abrir y cerrar de ojos, y se arrancó con un nuevo diccionario, esta vez de muy sinceras disculpas y explicaciones de todo tipo. Maggie y yo nos dimos por enteramente satisfechos cuando, tras jurarnos una vez más que a mí no me había visto ni en pelea de perros, que había pensado que la chavala andaba solita su alma en la escalera, y que de lo contrario jamás se habría atrevido a piropearla, Ángel Peralta llegó a la zeta, digamos, y ésta consistía en que, para desagraviarnos, y hasta para indemnizarnos, si se quiere, él correría con todos los gastos de nuestra estadía en el hotel Tartesos. Nada menos.
Creo que nunca me he bañado tanto en mi vida, como gracias al rejoneador Ángel Peralta. Y Maggie, ni qué decir. Y además ahorrando los dos como locos y comiendo a la carta y con los mejores vinos del hotel Tartesos. Fuimos a toros y a tablados de flamenco, por cuenta propia, pero aun así ahorramos lo suficiente como para que Maggie decidiera comprarse un traje de verano, que, la verdad, yo encontré francamente horroroso. No era para nada su estilo, en todo caso, y por ello andaba yo de lo más cejijunto el día que abandonamos Huelva, rumbo a Badajoz.
Pero lo peor vino cuando nos dirigíamos a la estación del tren y a Maggie se le rompió un zapato, diablos y demonios. O, mejor dicho, a la pesada de Maggie se le rompió irremediablemente el zapato del pie derecho, en vista de que sólo tenía un par. No nos quedaba más remedio que comprar otro par, y yo, que ejercía siempre de banquero durante aquellos viajes veraniegos, le pegué la requintada del siglo, como si la pobrecita fuera culpable de algo. Aquello fue atroz, porque literalmente estallé y estuve horas sacándole en cara lo del traje ese horroroso. Y ahora, además, zapatos nuevos. Maldita sea. Uno, ahorra que te ahorra, y tú, en un instante, traje espantoso y zapatos nuevos... Requetemaldita sea... Adiós ahorros y cuánto te apuesto que escogerás los zapatos más feos del mundo...
Aquello fue como una pesadilla. Y sólo desperté cuando me di cuenta de que Maggie cojeaba silenciosamente a mi lado, con el taco roto y el rostro bañado en lágrimas, mientras íbamos en busca de una zapatería. Sólo entonces desperté, y me sentí cruel, sádico y perverso. Y terriblemente culpable, también. Tanto como ahora, Maggie, treinta años después y con el rostro bañado en lágrimas por algo que sucedió justo después de lo lindo que la habíamos pasado en Huelva y en el hotel Tartesos. Sí: con el rostro bañado en lágrimas, te lo juro, por algo que, sin duda alguna, tú ni siquiera recuerdas ya...

© Alfredo Bryce Echenique